martes, 31 de julio de 2012

Poder popular y socialismo desde abajo


Omar Acha*


* Historiador. Su último libro es La nación futura. Rodolfo Puiggrós en las encrucijadas argentinas del siglo XX. Integra el consejo editor de Nuevo Topo. Revista de historia y pensamiento crítico. Prepara actualmente un ensayo sobre "la nueva generación intelectual" en Argentina.


Introducción


La noción de poder popular es teórica y políticamente interesante porque la exigencia de pensarla surge tras una historia concreta: la de las limitaciones del socialismo obrerista y del populismo peronista.


Nuestro primer punto de partida es la crisis de la convicción de que una situación social –la condición asalariada de la clase obrera– se transfigura necesariamente en una política obrera. Se equivocan quienes cuestionan a la forma partidaria leninista por considerarla la culpable de la derrota del socialismo; en realidad el partido leninista era la expresión rusa del verdadero problema, a saber: la creencia de que la evolución de la conciencia de clase proletaria se hacía una sola cosa con la historia. En otras palabras, el inconveniente consistía en creer que la política se derivaba –con o sin mediaciones– de una posición en la sociedad. Georg Lukács escribió un libro estupendo y quimérico intentando fundamentar la idea.


El segundo punto de partida es el agotamiento de la construcción populista de la voluntad popular. El populismo fueuna forma democrática de integración social de las clases populares y de refiguración de la relación entre economía y Estado después de la crisis capitalista de 1929. Para lograrlo los líderes populistas apelaron al nacionalismo y a cierto igualitarismo, que para algunas vertientes de izquierda constituían –como "segunda independencia"– el inicio de un camino que, más adelante y superando al propio populismo, realizaría sus promesas plebeyas para transformarse en socialismo. Las condiciones históricas de esa política ya no existen. Baste pensar en qué fue de la promesa de "construir una burguesía nacional" que hizo el presidente Kirchner apenas asumió su mandato.


Hoy sabemos que ninguna praxis revolucionaria realista puede ser articulada sin una puesta en práctica de alguna forma de poder popular. Éste es un término dialéctico, es decir, transita conflictivamente entre la diversidad de los arraigos sociales (se es maestra de escuela, vendedor en los colectivos, desocupado, ama de casa, poeta, cartonero, obrero industrial) y la unidad ambigua de una designación que se dirige hacia lo cultural y lo político colectivo. Lo que esa indicación sumaria no dice es si esos arraigos "producen" lo colectivo. Tampoco establece si al tornarse política la conflictividad social se transforma en algo absolutamente diferente.


El poder popular no se presenta desnudo; nunca está allí. Eso es lo que lo distingue de la noción de soberanía popular, que es la voluntad latente de una mayoría de la población que se impone como poder constituyente. En cambio, el poder popular no es la expresión ideal de una mayoría. Es más exactamente la manifestación efectiva, real, de una voluntad colectiva. Por el contrario, la soberanía popular se funda en la opción de una serie de individuos; es una de las formas del contrato.


El gran problema del poder popular es cómo se constituye y qué sentido y qué efectos tiene sobre la diversidad social, qué formas de vida democrática propugna. Un análisis superficial diría que el poder popular es lo que "el pueblo" produce políticamente.


El "pueblo", sin embargo, no puede ser reducido a una mera condición dada (un lugar social aparentemente con capacidad de agrupar: por ejemplo, "los pobres" o "los oprimidos"). Por eso la visión ingenua del pueblo, que lo da por supuesto, es peligrosa. Oculta un proceso que no está en la superficie.


En este texto quiero distinguir entre una perspectiva populista del poder popular y una perspectiva socialista. La primera adopta como incuestionable que el pueblo es una entidad discernible, materializada en su identificación política (varguismo, peronismo, nasserismo, etc.). La segunda cruza la soberanía efectiva del pueblo con la diversidad de sus anclajes sociales. Sin embargo, y ése es el nudo teórico que es preciso deshacer con cuidado, una dicotomía tranquilizadora es inviable. No es posible decir que hay un concepto de poder popular deseable y otro indeseable, como si nuestras simples afirmaciones constituyeran una elaboración adecuada. No existe un abismo entre la apología populista que esencializa el pueblo para imponer una hegemonía y la crítica revolucionaria no populista que parte de una "ciencia" de la sociedad. La mala noticia es que las nociones de pueblo y poder popular conservan, incluso en su opción socialista, un lazo con el populismo. Estamos, desde el vamos, en un terreno contaminado. Es así que separar radicalmente poder popular y populismo es la forma menos útil de enfrentar la cuestión. El escaso valor de la discusión que aquí se emprende se medirá por el éxito o el fracaso en la propuesta de una noción de poder popular que evada al mismo tiempo el reduccionismo social del marxismo clásico y el reduccionismo politicista de la teoría populista.


El todo y las partes


Un filósofo marxista, Jacques Rancière, lo explica de la siguiente manera: el pueblo es una parte que es, o pretende ser, el todo. Esa ambigüedad está efectivamente presen te en la noción de pueblo, que implica una situación de opresión (por parte de "la oligarquía", "los ricos", o "los poderosos"); pero esa parte oprimida es el todo legítimo de una comunidad. Pero a Rancière lo traiciona su ánimo "filosófico", porque lo decisivo no es esa ambigüedad conceptual, sino la manera de construirse como pueblo. Para que ese deseo hegemónico sea formulable de una manera creíble y exista en la práctica real es preciso que esté articulada políticamente.


El paso de la parte al todo, que es el salto mortal de lo social a lo político, se produce retroactivamente. Por eso Rancière nos hace una trampa: no es que "una parte" se torne el "todo"; en realidad hay partes, en plural. Esa "parte" que el filósofo político sugiere es ya una especie de todo ("los explotados", "los esclavos"). Es decir, que recién una vez que se plantean ser el todo es que las partes se saben como partes antes separadas. Por ende, vemos que la transición debe realizarse como una formulación retroactiva y no como una sumatoria o inducción. La conformación de un pueblo es inseparable de una historia. No importa que esa historia sea lejana o reciente; lo fundamental es que exista un hecho fundador. Así, por ejemplo, pueden ser momentos fundacionales las Invasiones Inglesas de 1806-1807, cuando el pueblo armado de Buenos Aires expulsó a los conquistadores, el 17 de octubre de 1945 en que el pueblo obrero liberó a Juan Perón de su prisión, o el 19-20 de diciembre de 2001 cuando un pueblo en potencia manifestó su "ya basta" al sistema político y social que pretendía sobrevivir a su naufragio.


El poder popular supone que el pueblo es agente de su propia experiencia, o más exactamente, que se reúne alrededor de un acuerdo que identifica una comunidad deseable y un orden indeseable (el "que se vayan todos" mostró esa dialéctica entre un nosotros y un ellos). Esa reunión implica una alianza entre lo diverso; no existe una construcción popular sin alguna práctica de alianza, porque se parte de una heterogeneidad y se construye una comunidad imaginada. Pero también evoca los problemas de la deriva populista que se resiste a cortar amarras con las clases dominantes (¿acaso no todos somos pueblo?) para construir una pacífica comunidad nacional que deposita su antagonismo en el exterior (el imperialismo, el comunismo, los inmigrantes), o bien que se transforma en unidad mítica destructiva, como cuando el nazismo hizo un "pueblo" en Alemania.


Ése es justamente el problema: ¿cómo pensar un poder popular que dirima de otro modo las escisiones de la sociedad? El problema es arduo porque hoy -en Argentina- no hay pueblo. Hay partes, existe lo social, tenemos culturas plebeyas, pero no pueblo. El nervio del pueblo en Argentina lo constituyó durante cuatro décadas el peronismo, y esa vía se extinguió. Su dificultad es propia del populismo, cuya capacidad de movilización nacional tiene como supuesto imaginario la anulación de las contradicciones sociales. Perón llamaba a eso "la comunidad organizada". Las hondas tensiones que de todos modos despertó no han demostrado poder cuestionar el objetivo integrador del democratismo populista. Su función histórica progresiva consistió en instalar a las clases subalternas como un actor relevante de la política nacional, lo que le acarreó el odio clasista y racista de la oligarquía.


El socialismo, insisto, pretendió resolver el desafío de la democracia de masas al designar a la clase productora en las fábricas como el sujeto esencial que iba a destruir el capitalismo y a construir otro orden social sin clases. Pero hacia el año 1900 estaba claro que entre la experiencia de la explotación fabril y la política revolucionaria había una brecha antes que una derivación inexorable. Algunos intentaron cubrir esa carencia del socialismo. El alemán Karl Kautsky a través de un partido encaramado en el Estado y el ruso Vladimir Lenin a través de un partido convertido en cabeza pensante del proletariado. Sus consecuencias históricas, el reformismo parlamentarista y el estalinismo, nos muestran que no lograron una democracia participativa de las masas (para decirlo con benevolencia). Tras esos fracasos, la izquierda posmoderna intentó desplazar del todo el terreno y ancló el conflicto en lo político. De lo social se pasó a la "autonomía de lo político". El teórico más conocido en Argentina es Ernesto Laclau, que huye del problema de la articulación entre lo social y lo político al refugiarse en el discurso como terreno absoluto de construcción de las identidades colectivas. La dificultad con esa evasión es que pretende negar el problema. En lugar de proponer una manera nueva de pensar la dialéctica entre lo social y lo político, niega la relevancia propia de lo social y deposita todo en lo político-discursivo. Naturalmente, eso deja totalmente irresuelto el dilema del socialismo, y Laclau es coherente al abandonar la perspectiva de una sociedad nueva.


Pueblo e historia


El contenido mínimo de la noción de poder popular remite a una potencia-del-pueblo, es decir, a la capacidad de un pueblo para operar sobre algo. Ese algo es relativamente indeterminado, porque es una instancia cuya condición de objeto puede ser el propio cuerpo del pueblo (el poder popular como práctica de autovaloración o autotransformación), una vez que ha superado el ser partes yuxtapuestas.


Este hacerse es lo decisivo, porque sin eso el pueblo (que no es una cosa) se desmigaja. El contenido de poder popular sólo es comprensible en las condiciones históricas en que se produce, en el contexto de las relaciones de fuerza en que interviene, en el horizonte de las perspectivas políticas que se plantea. En términos más formales: da cuenta de una historia (como pasado asumido o sufrido), un presente (una situación política, económica y cultural) y un futuro (observable en una expectativa estratégica).


Así las cosas, debemos ir en busca de las formas concretas de construcción de un pueblo; en otros términos: debemos observar de qué manera emerge en una situación histórica. A partir de una identificación real se abrirá el espacio para seguir su drama. No ha existido una única versión de pueblo.


Todo pueblo es producto y transformación de una historia. Es el producto de las tendencias del pasado y es la coagulación de una nueva identificación que resignifica ese pasado, reescribiendo la historia. La constitución del pueblo se liga con cambios sociales de larga duración y con eventos de subjetivación inéditos. Para acceder a esa dinámica creativa es inevitable recurrir a la historia –puesto que todo pueblo sólo surge encuadrado en una vida histórica– y a las prácticas actuales de existencia social. Es esencial su evolución demográfica, la persistencia y declinación de sus mitologías, las perspectivas de la movilidad social, etc.


No obstante, la experiencia no se agota en la historia. Por el contrario, la historia sólo actúa eficazmente a través de sus representaciones actuales, que son reescrituras del pasado. La memoria alude al pasado, pero es siempre de hoy. Las identificaciones de un pueblo, esto es, las imágenes y símbolos en que fundamenta su unidad, dependen del modo en que sea contada la historia de su pasado.


Así por ejemplo: si se impone una historia popular de larga duración ligada a las luchas anticoloniales o antiimperialistas, tendremos una identificación diferente que la iniciada en 1945; y de ésta se distingue también si la comenzamos en el Cordobazo de 1969 o en la rebelión de 2001. Cada una de estas historias propone un tipo de alianza popular y de objetivos diferentes. En el primer caso, el pueblo es el propio del nacionalismo, el segundo, del peronismo, el tercero, de una izquierda mezclada de marxismo y peronismo, y el último, del rechazo a los regímenes políticoeconómicos de las últimas décadas. Para definir las formas actuales del poder popular, en consecuencia, debemos elaborar un relato histórico que pueda ser compartido por las mayorías oprimidas. ¿De qué historia se tratará? Aún no lo sabemos. Sí es claro que mientras no elaboremos esa historia nuestras reflexiones sobre el poder popular concreto (justamente porque es una construcción retroactiva, porque es la coagulación producida por un relato) permanecerán en la bruma de la indefinición.


El vínculo entre poder popular y democracia


Hablamos de poder popular como la concreción de la soberanía popular, un principio de la política que se convierte en base de las formas del poder de manera revolucionaria en la época moderna. Ésta no es una afirmación especulativa: las revoluciones que hacen de bisagra entre la Edad Moderna y la Edad Contemporánea (la inglesa de 1640, la norteamericana de 1776, la francesa de 1789, y las hispanoamericanas de principios del siglo XIX) no son otra cosa que la eclosión en la historia de la crisis de los poderes monárquicos. Frente a la soberanía del rey emerge la soberanía del pueblo. Por eso también se impone el ideal democrático, que busca un nuevo origen de la legitimidad política. Su sustento no se encuentra ya en la divinidad y sus intermediarios -el Papa o los monarcas- sino en "el pueblo".


Sin embargo, esa aparición del principio de la soberanía popular se dio con violentas contradicciones, y raramente se convirtió en gobierno de las masas. De hecho, la historia argentina nos muestra que al menos hasta la reforma electoral de 1912 (la Ley Sáenz Peña que instituyó el voto secreto y obligatorio para los varones adultos) aquella soberanía era manipulada por las elites de las clases dominantes. En ese momento ingresamos en la época de la democracia de masas que, como sabemos, convivió con numerosos golpes militares. Los problemas económicos y culturales tuvieron un rol en esta historia, pero lo fundamental pasó por la imposibilidad de la sociedad argentina para aceptar un ejercicio pleno de la soberanía popular. Incluso en los movimientos políticos de índole indiscutiblemente popular como el radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo las formas reales del poder estuvieron mediadas por las elites.


En el caso del peronismo, por ejemplo, desde el principio hubo un conflicto entre las bases populares y obreras que representó el laborismo organizado por los sindicatos luego del 17 de octubre de 1945, y las elites del radicalismo "renovador" que Juan Domingo Perón convocó para dotar a su movimiento de políticos profesionales. En mayo de 1946 el líder ordenó la disolución de los partidos de la coalición que lo llevó al poder en las elecciones de febrero y creó el Partido Único de la Revolución Nacional. La regimentación del partido siguió exigiendo muchos esfuerzos, pero hacia 1952 el proceso de verticalización estaba consumado. Lo mismo pasó con la burocratización de la Confederación General del Trabajo (CGT). El peronismo no perdía con esto su carácter popular, pero sí resignaba la posibilidad de que la soberanía popular que detentaba tuviera la capacidad de alimentarse de la vida social concreta de las clases subalternas. Eso sería pagado caro por las propias masas populares a mediados de 1955, porque si Perón no estaba dispuesto a convocar al pueblo a una resistencia armada contra el golpe militar que lo amenazaba, el pueblo había aprendido a depositar en el conductor la soberanía y por lo tanto quedaba inerme ante la reacción oligárquica. A veces se exageran los conatos de resistencia surgidos en junio de 1955, pero el hecho es que se trató de acciones minoritarias y aisladas. La dramática caída de Perón muestra los límites de un tipo concreto de creación de poder popular.


Por eso, cuando se discute el poder popular es necesario considerar sus formas concretas. ¿Cuáles son sus sentidos? ¿Agota su productividad política en la identificación con un líder carismático? ¿Cómo se organiza? ¿Cuáles son sus canales de información y deliberación? ¿Hay una delegación decisiva del poder? Con este tipo de preguntas podemos ir más allá de la cuestión del carácter democrático del poder popular.


Democracia y poder popular son términos emparentados. Sin embargo, el uso equívoco que se hace de la democracia como mera forma de elección de gobernantes a través del pluralismo de partidos exige que precisemos los conceptos. La democracia liberal implica la igualdad formal de una ciudadanía que mantiene plenos derechos respecto a la capacidad de elegir. Cada ciudadana/o tiene un voto, que vale tanto como cualquier otro voto. Para que esa decisión sea soberana es necesario que exista una diversidad de opciones para elegir y que no existan coerciones. Pero también se elige plebiscitariamente, como quiere el fascismo, que es una de las formas paradójicas de la democracia (en efecto, el pueblo italiano acompañó y se entusiasmó con Benito Mussolini; ¿acaso no es esa inclinación mussoliniana la que lo hace democrático?).


El liberalismo critica acerbamente la noción inmoderada de soberanía popular porque, señala, conduce a la tiranía. En efecto, si la soberanía popular se hace una sola cosa a través de la voluntad popular, excluye a la divergencia. La mayoría tiraniza a la minoría. Quienes proponen operar con el concepto orientador de multitud siguen este argumento: el pueblo es unitario, la multitud es múltiple, proliferante, realmente democrática. Mi opinión es que ese atajo es despolitizante además de arbitrario.


Si hay una virtud en la noción política de poder popular es que reconoce el antagonismo en su interior. Si el pueblo puede ser fascista o perviven en su seno rasgos indeseables (¿cómo negar que en el pueblo hay racismo, sexismo, homofobia, macartismo, xenofobia?), eso acontece no porque el pueblo sea unitario (¿acaso no hay también en él solidaridad, cooperación, rebeldía?), sino porque su realidad expresa las formas políticas, sociales, económicas y culturales en las que se constituye.


El poder popular se manifiesta indefinido sin una vertebración política. La cuestión es, entonces, ¿qué política? Sin responder a esa pregunta la discusión sobre el poder popular es vaga e inoperante. Es improductivo mentar la horizontalidad, la democracia, la autonomía, y todos esos temas que afortunadamente están de moda en la militancia de izquierda, sin incluir un debate efectivo sobre el horizonte político concreto del poder de que se habla. Quiero subrayar que la definición del criterio político que permite discernir mejor el contenido deseable del poder popular sólo es posible a través de una idea de sociedad alternativa imaginable desde las situaciones actuales. En otras palabras, que sin un planteo creíble de nueva sociedad construible a partir de las realidades contemporáneas nos mantendremos en un plano puramente teórico. El tipo de poder popular deseable debe estar en acto y al mismo tiempo debe estar reprimido. Esa condición doble es lo que mantiene viva a la crítica de la ideología.


En estos tiempos de desencanto hay una convicción extendida sobre las virtudes de la inmanencia: no se debe imponer nada del exterior a los movimientos populares, a la democracia basista; los sujetos crearán sus propias definiciones a través del ejercicio de sus potencias emancipatorias. Hay en esa creencia mucho de idealismo universitario, autocentrado en definiciones dogmáticas. No existe algo así como la expresión auténtica, sin mediaciones, de un sujeto soberano. Ese es un sueño filosófico. La política aparece una vez que sufrimos la desilusión de ese ensueño.


Es comprensible que ante esta indicación emerja la acusación de aparatismo o vanguardismo. Si el poder popular no es intrínseco del pueblo mismo, ¿de dónde sale? ¿Del partido lúcido y superior al "retraso de las masas"? ¿Otra vez el argumento de las vanguardias esclarecidas? En efecto, la noción de partido político en la izquierda pretendió superar las dificultades de la indeterminación orientativa del "pueblo", propia del populismo teórico. El corazón del leninismo político no es otro que ése; los otros rasgos, como el centralismo democrático en el partido político, son secundarios.


Si después de las experiencias del siglo XX esa solución puede considerarse inviable, persiste la cuestión de qué relación se mantiene viva entre la búsqueda de una construcción popular de poder y la perspectiva de una política de las clases subalternas que encarnó el socialismo. En otras palabras, estoy aseverando que la discusión política que completa la elucidación de qué es el poder popular se dirime en el debate del socialismo, o más bien, del socialismo que debemos inventar después de su fracaso.


Problemas del socialismo


Sólo una variante del socialismo parece compatible con el concepto de poder popular: el socialismo desde abajo. En la tradición socialista, desde sus inicios, existió una tensión entre una idea verticalista y piramidal del socialismo y una imagen igualitaria y popular. La primera establecía una diferencia entre la masa inerte, atrasada ideológicamente o reaccionaria, y un vértice esclarecido, políticamente activo y progresivo. Puesto que la dirigencia socialista debía imponer un proyecto transformador a una población indiferente o conservadora, se hacía necesaria una dosis de violencia, manipulación o ilustración que tornara posibles los cambios que, al menos en teoría, beneficiarían al conjunto de la sociedad. Esta manera de entender el socialismo está inserta en la tradición socialista; por eso el estalinismo no fue ninguna pesadilla externa a la política revolucionaria marxista, sino una de sus vertientes.


La segunda línea del socialismo depositaba en la clase obrera y el pueblo la fuente del poder social. Consideraba que si la revolución no se construía desde la base el destino no era otro que una nueva opresión. A una dominación sucedería otra, quizá revestida de un discurso socialista, pero en realidad igualmente opresora. En cambio, una vía socialista de índole democrática necesitaba la autoorganización desde abajo, plebeya, que neutralizara la burocratización, garantizara los procedimientos democráticos, y mantuviera la vocación participativa del pueblo trabajador.


Como lo explicó Hal Draper, ambas líneas estuvieron en permanente lucha durante los dos siglos de vida del socialismo. De allí que una historia que reduzca esa tensión a un mero socialismo burocrático deja de lado que sus luces y sus sombras fueron parte de la experiencia de las poblaciones en las que tuvo lugar. Salvo en los casos en que el socialismo real se impuso militarmente (como en los países del este europeo después de 1945), el triunfo del socialismo desde arriba se hizo posible por la derrota de formas alternativas de sociedad que efectivamente fueron propuestas y arriesgadas. El caso ejemplar es el de la Unión Soviética, cuya revolución nació de los consejos (o soviets) pero derivó en una dictadura de minorías. El tránsito no fue lógico. Hicieron falta muchas muertes para imponer el estalinismo.


Me parece que la definición desde la izquierda de poder popular puede alimentarse de la tradición del socialismo desde abajo, y así exceder el ensalmo frívolo de los meros deseos sin encarnación social. De esa manera las aspiraciones imaginarias se tornarían más concretas por la aceptación de que el pueblo no es todo, que hay un resto incompatible con los de abajo. Así, una vez que se va más allá de la idea de que en Argentina somos todos hermanos (con Mauricio Macri y su burguesía parásita, Cecilia Pando y sus militares genocidas, y Daniel Hadad y sus oligopolios mediáticos, por ejemplo) nace la política popular.


En primer lugar porque el criterio de una política popular desde abajo introduce un corte en lo social que la noción de pueblo deja en la bruma. ¿Qué sectores constituyen el entramado social de un poder popular efectivo? El socialismo plantea una distinción entre las clases propietarias y las clases explotadas, a partir de un análisis de las relaciones sociales. Su condena fue intentar derivar de allí, sin mediaciones, una política revolucionaria.


Hoy es claro que una ecuación entre clase propietaria de los medios de producción (la burguesía) y el enemigo de los de abajo es insuficiente porque deben incluirse además los sectores oligopólicos de la comunicación mediática y de las formas sistemáticas de la guerra (en los Estados nacionales, alianzas regionales o facciones terroristas transnacionales) como parte de unas clases dominantes. El estudio de las relaciones de producción y dominación es crucial para cualquier perspectiva de alianza popular porque no es obvio qué sectores deben ingresar a la misma. Si bien la noción de pueblo contiene el peligro del sueño imposible de una unidad populista con la "burguesía nacional", no es para nada evidente que una estrategia de largo plazo excluya una alianza de las clases y grupos subalternos con fracciones propietarias o con un Estado productor bajo control de sus trabajadores.


La reflexión sobre un poder popular construido desde abajo exige la definición de qué alianzas sociales son imprescindibles para otorgarle una dirección concreta. Hay una articulación interna entre poder popular, pueblo y lucha social. Se dirá que esa lucha podría ser denominada "lucha de clases". El concepto de lucha de clases es fundamental, pero sin duda no agota muchas formas de confrontación que constituyen alianzas populares. Por ejemplo, una campaña contra la penalización del aborto puede ser una instancia de confluencia popular, que se relaciona con el hecho de que quienes mueren abortando son en general mujeres de las clases subalternas, pero es mucho más que eso. Se vincula con nociones de cuerpo, sexualidad y elección vital, que superan el análisis de clase aunque sin él serían parcialmente comprendidas.


Ante los discursos que durante dos décadas predicaron el ocaso de la clase obrera como actor social decisivo se erige aún la inocultable relevancia del proletariado. Es imposible imaginar el cambio social en la Argentina contemporánea sin una politización obrera. Pero no es esa relevancia la que mantiene viva la política del socialismo. En realidad la función del socialismo consiste en hacer posible esa politización, una vez que ha desechado el privilegio ontológico-político asignado a la clase obrera.


Poder popular, Estado y sociedad política


Las nociones de poder y Estado son indisociables en la época contemporánea. Por lo tanto, ninguna discusión sobre el poder (en este caso, el popular) podría dejar sin discusión su vínculo con el Estado. Dado que la construcción del poder está condicionada a sus formas (desde arriba, desde abajo, diagonal) y a sus anclajes sociales (obrero, popular, oligárquico, burgués, militar, mediático), su calificación es siempre polémica. Lo imposible es actuar políticamente al margen de alguna configuración de poder. La cuestión, entonces, no es si el poder es bueno o malo, sino cómo se construye, cuáles son sus características, a qué objetivos obedece.


Algo similar se puede decir del Estado, que se ha consolidado a lo largo de los siglos, a punto tal que hay teorías "weberianas" que entienden la historia como un proceso de concentración de poder en el Estado. Es claro que el Estado se inclina a monopolizar el poder y esa acumulación se hace a costa de ciertos sectores sociales. Por ejemplo en Argentina, cuando después de 1880 el Estado se apropió del registro de nacimientos y defunciones lo hizo desplazando a la Iglesia católica; o cuando determinó la concesión de autorizaciones del ejercicio de la medicina, puso fuera de la ley a curanderos y manosantas, en general de las clases populares. Por el contrario, el Estado puede contribuir a prácticas de resistencia de abajo siempre que ocurran dentro del marco del orden establecido. Es el caso, por ejemplo, de la legislación que protege a las comisiones internas en los lugares de trabajo. Se trata de una forma de integración del conflicto capital-trabajo, pero que reconoce y potencia la unificación de la voluntad obrera. En síntesis, el Estado no es una institución intrínsecamente antagónica con el poder popular. Es, sí, un peligro permanente porque su tendencia a fortalecerse implica un debilitamiento de la sociedad civil y política.


La reflexión sobre política popular es incompleta sin una consideración de la relación con el Estado. No se trata de naturalizar su existencia, pero tampoco hacer caso omiso de su presencia, como si una voluntad anarquista hiciera desaparecer su relevancia social.


Es en este momento que emerge con toda su fuerza la apelación al horizonte socialista propuesto, porque la lógica estatal con la que puede articularse el poder popular es lo que nos permite ver que también en él se reproduce la misma tensión entre las dos direcciones vistas en el socialismo. Hay un poder popular desde arriba, cuya historia conocida es la del populismo, sea que se identificara con el Estado o con un líder carismático. Es sabido que ese sentido tenía sus complejidades, que exagerándolas dieron pie a las esperanzas de una subversión interna de la alianza populista que la tornara popular, radicalizándola en una vía revolucionaria. En esa esperanza latía la otra tendencia del poder popular, que es la construcción desde abajo.


Si me parece necesario no facilitar la cuestión escindiendo populismo y poder popular es porque la experiencia histórica muestra que los regímenes de aquella índole, al invocar al pueblo, habilitan a veces sin quererlo la autoorganización en las bases de lo social. Hace un tiempo hice un breve trabajo sobre qué sucedió con esa zona de la realidad en la década del primer peronismo. En contraste con las representaciones historiográficas que plantean una realidad social peronista totalizada en Perón y el Estado peronista, descubrí un mundo de asociacionismo, territorializado o nacional, múltiple y proliferante. Sin dudas, esa red de instituciones de diverso tipo no estaban tensionadas hacia una subversión de la realidad. Por el contrario, tendían a mejorarla. Pero lo importante es que existía, que la enunciación popular era compatible con el populismo. Para entenderlo me pareció necesario exceder a la distinción liberal (y marxista clásica) entre sociedad civil y Estado. Debí añadir la noción gramsciana de sociedad política que reelaboraron algunos teóricos de la India, que identifica una productividad entre civil y política en el seno de las localidades y sociabilidades aparentemente apolíticas, como parte de una dinámica de coagulación de nuevas formas de poder. Ahí existía un poder que el peronismo institucionalizado no pudo utilizar y que terminó osificándose. Pero luego de 1955 constituyeron uno de los corazones de la resistencia peronista que, como se sabe, tuvo en las sociedades de fomento, clubes de fútbol barriales y una miríada de institucionales locales asientos tan relevantes como los grupos sindicales en proceso de reorganización. Creo que la investigación de qué bases en la sociedad política tuvo la época 1969-1976 nos tiene reservadas grandes sorpresas para nuestra idea de la historia popular argentina. Como sea, el populismo es articulable con el poder popular. Pero es también, desde luego, un peligro de manipulación de eso que no puede controlar absolutamente.


La cuestión reside en qué polo va a prevalecer en la construcción de una fórmula política plebeya: si la aspiración a buscar una garantía superior que reemplace la propia obra de las clases subalternas, o si lo hará una diversidad participativa que mantenga la soberanía desde abajo.


Este criterio es útil para analizar las realidades políticas sudamericanas de hoy. Es cierto que se puede considerar los objetivos manifiestos de los gobiernos "progresistas" del Cono Sur, ante lo que es posible plantear diversas posiciones. Pero es interesante observar que el contenido de sus políticas es indisociable de la forma de las mismas.


En Argentina y Brasil los programas "progresistas" de Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula Da Silva están plenamente concebidos en una lógica que baja desde el Estado. En el caso argentino, su "progresismo" tan vilipendiado por la derecha tiene como condición de posibilidad la desmovilización de la sociedad. En Brasil la situación se hace más complicada por la existencia de un movimiento campesino con potencialidad de una política independiente. El gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) carece de interés por la construcción de un poder popular, que afectaría negativamente a la "gobernabilidad" y provocaría la fuga de capitales.


En Bolivia y Venezuela la situación es muy distinta. El gobierno de Evo Morales, porque proviene de una prolongada lucha popular que condiciona las acciones del gobierno, sabe que en la movilización de las mayorías populares reside su último reaseguro contra el embate furioso de la derecha y los grandes capitales. El gobierno de Hugo Chávez tiene un perfil muy diferente. Acosado por la oposición, conserva la herencia política de haber sido liberado por una amplia movilización popular y el respiro económico que le otorgan las reservas petroleras. La revolución bolivariana se decide por la manera en que pueda articular la voluntad concentrada en Chávez y el Estado con la movilización del pueblo, con instituciones surgidas desde el llano social, que constituyen la última carta que puede detener la conspiración opositora. ¿Cuál es la lógica de vinculación entre Chávez, el Estado y el poder popular y la sociedad política? Esa pregunta concentra buena parte de los dilemas de la relación inevitable entre poder popular y Estado.


Conclusiones


La elaboración de una noción políticamente útil de poder popular debe ser distinguida de la teoría populista. Ésta no puede ir más allá de una definición teórica del populismo en general. Ése es el límite de la obra de Ernesto Laclau, que nos presenta desde el terreno propiamente discursivo una hábil crítica del imaginario marxista de la construcción de las identidades colectivas. El esquema del populismo así articulado se desliga de los anclajes sociales de los diversos sujetos que ingresan al sistema de las "equivalencias", derivando en una alianza populista, o en otras palabras, en "el pueblo". Por eso el enfoque estructural de Laclau no nos provee de referencias políticas adecuadas para pensar una construcción de poder popular desde abajo, ni para discriminar un populismo de derecha de otro de izquierda. En definitiva, no nos sirve más que para prevenirnos de los esencialismos que quieren hacer de un núcleo social (por ejemplo, la clase obrera industrial) la fuerza estratégica privilegiada de la práctica revolucionaria. Ese servicio es importante, pero hay que decir que elude el esfuerzo teórico crucial, que consiste en construir una diagonal entre la teoría socialista y la práctica concreta de formación de una alianza popular.


En otras palabras, el desafío verdadero consiste en saber si podemos pensar una teoría del poder popular desde abajo que se alimente de las formas actuales, reales, de la vida de las clases subalternas. No para deducir de esa vida al pueblo –pues es ya evidente que de lo social no se transita directamente a lo político– sino para establecer para un período histórico y un contexto económico-político determinado (América Latina a principios del siglo XXI) un entendimiento de las condiciones y posibilidades de una alianza popular desde abajo.


En Argentina, la discusión de la izquierda sobre el poder popular tiene un capítulo inevitable. Es totalmente superficial mentar lo popular sin hacer un balance de la experiencia peronista. Aquí sólo podré ofrecer una indicación sumaria al respecto, pero sin ella mi argumentación sería incompleta (ya señalé que la crítica de las experiencias del socialismo es igualmente imprescindible).


¿Estamos hoy, en los diversos planos de la experiencia política y social, en el mismo entramado real que el prevaleciente en el siglo XX? En otros términos: ¿la historia de lo popular seguida a través del drama del "pueblo peronista" perdura como matriz de inteligibilidad del pueblo? De ninguna manera: el peronismo ya no es el norte cultural de una (posible) alianza popular en Argentina. Las proyecciones históricas de nuestro pasado, por lo tanto, necesitan ser elaboradas y superadas en nuevas fórmulas, en otros recipientes. No tanto para negar el pasado sino para abrir el espacio simbólico de nuevas y operativas identificaciones. La discusión sobre el peronismo, es decir, sobre lo que hizo pueblo en la Argentina del siglo XX, es quizás el tema decisivo de ese relato histórico que nos debemos. Pero no creamos que la historia nos proveerá de lecciones irrefutables sobre qué hacer en estos años y décadas de nuestra militancia por venir.


Hagamos de una vez el duelo del socialismo y el populismo tal como existieron en el siglo XX. Simbolicemos sus fracasos para recuperar sus promesas plebeyas. Lo importante para la política no es la defensa de una identidad (eso es el dogmatismo), sino la práctica de la revolución popular y desde abajo. El olvido es saludable cuando integra lo olvidado en una actitud constructiva, plena de amor por la vida. Pasemos de nuestras identificaciones imaginarias y cristalizadas a una conversación política que las movilice y negocie, y arriesguemos una subjetividad nueva. Quizás así podamos retomar críticamente la lucha de nuestros antepasados y redimir el recuerdo de sus entusiasmos derrotados en una acción que sea nuestra.

domingo, 1 de julio de 2012

El espejo paraguayo

Raúl Zibechi








Un golpe de Estado es una acción desde arriba para interrumpir un proceso político. No importa quién la realice ni los métodos que utilice. Los golpes al estilo del que derrocó a Salvador Allende cayeron en desuso, por el alto costo internacional que tienen.





El golpe de Estado que apartó a Fernando Lugo de la presidencia de Paraguay se inscribe dentro de la nueva modalidad inaugurada con el derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras, en junio de 2009, por la Suprema Corte de Justicia. Es un nuevo tipo de golpe que comenzó a implementarse luego del estrepitoso fracaso del golpe al viejo estilo contra Hugo Chávez el 12 de abril de 2002. Cuando los sectores populares aprendieron a desbaratar el golpe clásico, aparece esta nueva modalidad de golpe institucional.





En los últimos 20 años los únicos golpes exitosos al viejo estilo sucedieron en Haití: en 1991 el general Raoul Cedrás derrocó a Jean Bertrand Aristide, y en 2004 sucedió algo similar, pero con la participación de tropas de Canadá, Francia y Estados Unidos. En 13 de los 15 casos en los que un presidente latinoamericano no pudo terminar su mandato fue porque la presión popular forzó la dimisión.





Lo destacable es que el método de la destitución por organismos del Estado es idéntico en los casos en que se hace a favor y en contra de los sectores populares. En Ecuador, Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez fueron destituidos por el Congreso en medio de levantamientos populares. Por eso no sirve focalizarse en las formas, sino en los procesos. El nuevo golpismo puede repetirse en cualquier país de la región, ya que las clases dominantes retomaron su ofensiva y se ponen al servicio de un Pentágono deseoso de desestabilizar.





La caída de Lugo, como toda crisis política, desnuda los cambios que se están produciendo en la región desde que Barack Obama definiera la Nueva Estrategia de Defensa.





En primer lugar, la masacre de Curuguaty y el golpe contra Lugo fueron posibles por la alianza entre el agronegocio, los terratenientes propietarios de tierras malhabidas durante la dictadura de Stroessner, las mafias del contrabando y el narcotráfico, con sus ramificaciones en los medios de comunicación, el Estado y las iglesias. La gira regional del secretario del Pentágono, Leon Panetta, en abril pasado, parece haber sido una señal que activó a las derechas (La Jornada, 18/5/12).





El Pentágono tiene una larga experiencia en la aplicación de la “doctrina del shock”, que pasa por la destrucción de naciones enteras para reconstruirlas al servicio del capital y de la potencia hegemónica. La decadencia de Estados Unidos hace que la única estrategia viable sea la dominación sin hegemonía, que sólo necesita la fuerza militar; por eso la nueva estrategia instala la violencia golpista en el centro del escenario político.





En segundo lugar, el modelo económico extractivo, asentado en la minería a cielo abierto, los monocultivos y las megaobras de infraestructura, fortalece a las clases dominantes y al imperio, debilita a los sectores populares, pone en riesgo a los movimientos y las libertades democráticas.





Los gobiernos que han optado por profundizar este modelo se están enajenando el apoyo popular y, a la vez, están dando vida a sus propios sepultureros, como sucedió en Paraguay, donde el crecimiento exponencial de los cultivos de soya no hizo más que fortalecer a los usurpadores de tierras y a los asesinos de campesinos.





En tercer lugar, el movimiento campesino de Paraguay recorrió en medio siglo un camino del que algo podemos aprender para enfrentar el nuevo escenario. En la década de 1960 se crearon las Ligas Agrarias, impulsadas por las comunidades eclesiales, un impresionante movimiento de base que cambió la historia de los de abajo. A mediados de la década de 1970 fueron salvajemente reprimidas por el régimen de Stroessner. En 1980, sobre sus cenizas se crea el Movimiento Campesino Paraguayo. Hasta aquí la trayectoria habitual bajo dictaduras: organización-represión-reagrupamiento.





En la década de 1990, en democracia, el movimiento crece y gana visibilidad, pero se fragmenta. Aun así, la lucha por la tierra se intensifica y el movimiento irrumpe en la crisis política de 1999 por el asesinato del vicepresidente Luis María Argaña, creando un hecho político trascendente como el marzo paraguayo, que provocó la primera derrota de los herederos demócratas de la dictadura. El golpista Lino Oviedo huye a Argentina y el vicepresidente Raúl Cubas se asila en Brasil.





En 2002 la unidad de acción de todo el sector campesino-popular en el Congreso Democrático del Pueblo, donde confluyeron 60 organizaciones, impidió la privatización de empresas estatales y frenó la aprobación de una ley antiterrorista. Pese a las divisiones los movimientos fueron capaces de volver ingobernable la democracia de baja intensidad y derrotar el modelo neoliberal.





Ese escenario creado desde abajo tapizó el camino de Lugo a la presidencia en 2008. Los movimientos más importantes –no todos– optaron por crear partidos, o sea institutos del Estado financiados por el presupuesto, según el feliz aserto de Adolfo Gilly (La Jornada, 27/6/12). Se profundizaron la división y la atomización. Después de 2008 una parte de los mejores dirigentes se convirtieron en funcionarios y se instalaron en la capital, convencidos de que es el camino para adquirir más fuerza. Hoy, salvo excepciones, los movimientos sufren su mayor debilidad en décadas.





Medio siglo de movimiento campesino, el principal movimiento antisistémico del Paraguay, muestra que no hay atajos que puedan sustituir el conflicto de clases. Que la presión internacional por sí sola no puede modificar la relación de fuerzas. Que hay varios tipos de derrotas. Que la derrota por represión no es tan destructiva como la institucionalización. Que sólo podemos frenar la ofensiva del capital y del imperio en calles y plazas, y que lo demás es un espejismo, necesario para sobrevivir, dicen algunos, pero espejismo al fin.





Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2012/06/29/index.php?section=opinion&article=021a1pol

¿Por qué derrocaron a Lugo?

Atilio Borón



Hace unos minutos se acaba de consumar la farsa: el presidente del Paraguay Fernando Lugo fue destituído de su cargo en un juicio sumarísimo en donde el Senado más corrupto de las Américas -¡y eso es mucho decir!- lo halló culpable de "mal desempeño" de sus funciones debido a las muertes ocurridas en el desalojo de una finca en Curuguaty. Es difícil saber lo que puede ocurrir de aquí en más. Lo cierto es que, como lo dice el artículo de Idilio Méndez que acompaña esta nota, la matanza de Curuguaty fue una trampa montada por una derecha que desde que Lugo asumiera el poder estaba esperando el momento propicio para acabar con un régimen que pese a no haber afectado a sus intereses abría un espacio para la protesta social y la organización popular incompatible con su dominación de clase. Pese a las múltiples advertencias de numerosos aliados dentro y fuera de Paraguay Lugo no se abocó a la tarea de consolidar la multitudinaria pero heterogénea fuerza social que con gran entusiasmo lo elevó a la presidencia en Agosto del 2008. Su gravitación en el Congreso era absolutamente mínima, uno o dos senadores a lo máximo, y sólo la capacidad de movilización que pudiera demostrar en las calles era lo único que podía conferirle gobernabilidad a su gestión. Pero no lo entendió así y a lo largo de su mandato se sucedieron múltiples concesiones a una derecha ignorando que por más que se la favoreciera ésta jamás iría a aceptar su presidencia como legítima. Gestos concesivos hacia la derecha lo único que hacen es envalentonarla, no apaciguarla. Pese a estas concesiones Lugo siempre fue considerado como un intruso molesto, por más que promulgara en vez de vetarlas las leyes antiterroristas que, a pedido de "la Embajada", aprobaba el Congreso, el más corrupto de las Américas. Una derecha que, por supuesto, siempre actuó hermanada con Washington para impedir, entre otras cosas, el ingreso de Venezuela al Mercosur. Tarde se dio cuenta Lugo de lo "democrática" que era la institucionalidad del estado capitalista, que lo destituye en un tragicómico simulacro de juicio político violando todas las normas del debido proceso. Una lección para el pueblo paraguayo y para todos los pueblos de América Latina y el Caribe: sólo la MOVILIZACIÓN y ORGANIZACIÓN POPULAR sostiene gobiernos que quieran impulsar un proyecto de transformación social, por más moderado que sea, como ha sido el caso de Lugo. La oligarquía y el imperialismo jamás cesan de conspirar y actuar, y si parece que están resignados esta apariencia es enteramente engañosa, como lo acabamos de comprobar hace unos minutos en Asunción.

Monsanto golpea en Paraguay: Los muertos de Curuguaty y el juicio político a Lugo.

por Idilio Méndez Grimaldi (*)

 


Quienes están detrás de esta trama tan siniestra? Los propulsores de una ideología que promueven el máximo beneficio económico a cualquier precio y cuanto más, mejor, ahora y en el futuro.


 El viernes 15 de junio de 2012, un grupo de policías que iba a cumplir una orden de desalojo en el departamento de Canindeyú en la frontera con Brasil, fue emboscado por francotiradores, mezclados con campesinos que reclamaban tierras para sobrevivir. La orden fue dada por un juez y una fiscala para proteger a un latifundista. Como resultado se tuvo 17 muertos; 6 policías y 11 campesinos y decenas de heridos graves. Las consecuencias: El laxo y timorato gobierno de Fernando Lugo quedó con debilidad ascendente y extrema, cada vez más derechizado, a punto de ser llevado a juicio político por un Congreso dominado por la derecha; duro revés a la izquierda, a las organizaciones sociales y campesinas, acusadas por la oligarquía terrateniente de instigar a los campesinos; avance del agronegocio extractivista de manos de las transnacionales como Monsanto, mediante la persecución a los campesinos y el arrebato de sus tierras y, finalmente, la instalación de una cómoda platea para la los oligarcas y los partidos de derecha para su retorno triunfal en las elecciones de 2013 al Poder Ejecutivo.


 El 21 de octubre de 2011, el Ministerio de Agricultura y Ganadería, dirigido por el liberal Enzo Cardozo, liberó ilegalmente la semilla de algodón transgénico Bollgard BT de la compañía norteamericana de biotecnología Monsanto, para su siembra comercial en Paraguay. Las protestas campesinas y de organizaciones ambientalistas no se dejaron esperar. El gen de este algodón está mezclado con el gen del Bacillus Thurigensis, una bacteria tóxica que mata a algunas plagas del algodón, como las larvas del picudo, un coleóptero que oviposita en el capullo del textil.


 El Servicio de Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas, SENAVE, otra institución del Estado paraguayo, dirigido por Miguel Lovera, no inscribió dicha semilla transgénica en los registros de cultivares, por carecer de los dictámenes del Ministerio de Salud y de la Secretaría del Ambiente, tal como exige la legislación.


 Campaña mediática


 Durante los meses posteriores, Monsanto, a través de la Unión de Gremios de Producción, UGP, estrechamente ligada al Grupo Zuccolillo, que publica el diario ABC Color, arremetió contra SENAVE y su presidente por no inscribir la semilla transgénica de Monsanto para su uso comercial en todo el país.


 La cuenta regresiva decisiva pareció haberse dado con una nueva denuncia por parte de una seudosindicalista del SENAVE, de nombre Silvia Martínez, quien acusó el 7 de junio pasado a Lovera de corrupción y nepotismo en la institución que dirige, a través de ABC Color. Martínez es esposa de Roberto Cáceres, representante técnico de varias empresas agrícolas, entre ellas Agrosán, recientemente adquirida por 120 millones de dólares por Syngenta, otra transnacional, todas socias de la UGP.


 Al día siguiente, viernes 8 de junio, la UGP publica en ABC a seis columnas: “Los 12 argumentos para destituir a Lovera” (1). Estos presuntos argumentos fueron presentados al vicepresidente de la República, correligionario del ministro de Agricultura, el liberal Federico Franco, quien en ese momento se desempeñaba como presidente de Paraguay en ausencia de Lugo, de viaje por Asia.


 El viernes 15 del corriente mes, en ocasión a una exposición anual organizada por el Ministerio de Agricultura y Ganadería, el ministro Enzo Cardozo dejo escapar un comentario ante la prensa que un supuesto grupo de inversores de la India, del sector de los agroquímicos, canceló un proyecto de inversión en Paraguay por la presunta corrupción en SENAVE. Nunca aclaro de qué grupo se trataba. En esas horas de aquel día se registraban los trágicos sucesos de Curuguaty.


 En el marco de esta exposición preparada por el citado ministerio, la transnacional Monsanto presentó otra variedad de algodón, doblemente transgénico: BT y RR o Resistente al Roundup, un herbicida fabricado y patentado por Monsanto. La pretensión de la transnacional norteamericana es la inscripción en Paraguay de esta semilla transgénica, tal como ya ocurrió en la Argentina y otros países del mundo.


 Previamente a estos hechos, el diario ABC Color denunció sistemáticamente por presuntos hechos de corrupción a la ministra de Salud, Esperanza Martínez y al ministro del Ambiente, Oscar Rivas, dos funcionarios que no dieron su dictamen favorable a Monsanto.


 Monsanto facturó el año pasado 30 millones de dólares, libre de impuestos, (porque no declara esta parte de su renta) solamente en concepto de royalties por el uso de semillas transgénicas de soja en Paraguay. Independiente, Monsanto factura por la venta de las semillas transgénicas. Toda la soja cultivada es transgénica en una extensión cercana a los tres millones de hectáreas, con una producción en torno a los 7 millones de toneladas en el 2010.


 Por otro lado, en la Cámara de Diputados ya se aprobó en general el proyecto de Ley de Bioseguridad, que contempla crear una dirección de bioseguridad a cargo del Ministerio de Agricultura, con amplia potestad para la aprobación para su cultivo comercial de todas las semillas transgénicas, ya sean de soja, maíz, arroz, algodón y algunas hortalizas. Este proyecto de ley contempla la eliminación de la Comisión de Bioseguridad actual, que es un ente colegiado de funcionarios técnicos del Estado paraguayo.


 En tanto transcurrían todos estos acontecimientos, la UGP viene preparando un acto de protesta nacional contra el gobierno de Fernando Lugo para el 25 de junio próximo. Se trata de una manifestación con maquinarias agrícolas, cerrando medias calzadas de las rutas en distintos puntos del país. Una de las reivindicaciones del denominado “tractorazo” es la destitución de Miguel Lovera del SENAVE, así como la liberalización de todas las semillas transgénicas para su cultivo comercial.


 Las conexiones


 La UGP está dirigida por Héctor Cristaldo, apoyado por otros apóstoles como Ramón Sánchez - quien tiene negocios con el sector de los agroquímicos - entre otros agentes de las transnacionales del agronegocio. Cristaldo integra el staff de varias empresas del Grupo Zuccolillo, cuyo principal accionista es Aldo Zuccolillo, director propietario del diario ABC Color desde su fundación bajo el régimen de Stroessner, en 1967. Zuccolillo es dirigente de la Sociedad Interamericana de Prensa, SIP.


 El Grupo Zuccolillo es socio principal en Paraguay de Cargill, una de las transnacionales más grandes del agronegocio en el mundo. La sociedad construyó uno de los puertos graneleros más importante del Paraguay, denominado Puerto Unión, a 500 metros de la toma de agua de la empresa aguatera del Estado paraguayo, sobre el Río Paraguay, sin ninguna restricción.


 Las transnacionales del agronegocio en Paraguay prácticamente no pagan impuestos, mediante la férrea protección que tienen en el Congreso, dominado por la derecha. La presión tributaria en Paraguay es apenas del 13% sobre el PIB. El 60 % del impuesto recaudado por el Estado paraguayo es el Impuesto al Valor Agregado, IVA. Los latifundistas no pagan impuestos. El impuesto Inmobiliario representa apenas el 0,04% de la presión tributaria, unos 5 millones de dólares, según un estudio del Banco Mundial (2) aún cuando el agronegocio produce rentas en torno al 30 % del PIB, que representan unos 6.000 millones de dólares anuales.


 Paraguay es uno de los países más desiguales del mundo. El 85 por ciento de las tierras, unas 30 millones de hectáreas, está en manos del 2 por ciento de propietarios (3) que se dedican a la producción meramente extractivista o en el peor de los casos a la especulación sobre la tierra.


 La mayoría de estos oligarcas poseen mansiones en Punta del Este o Miami y tienen estrechas relaciones con las transnacionales del sector financiero, que guardan sus bienes mal habidos en los paraísos fiscales o le facilitan inversiones en el extranjero. Todos ellos, de alguna u otra manera, están ligados al agronegocio y dominan el espectro político nacional, con amplias influencias en los tres poderes del Estado. Allí reina la UGP, apoyada por las transnacionales del sector financiero y del agronegocio.





 Los hechos de Curuguaty


 Curuguaty es una ciudad ubicada al este de la Región Oriental del Paraguay, a unos 200 km de Asunción, capital del Paraguay. A unos kilómetros de Curuguaty se halla la estancia Morombí, propiedad del terrateniente Blas Riquelme, con más de 70 mil hectáreas en ese lugar. Riquelme proviene de la entraña de la dictadura de Stroessner (1954-1989) bajo cuyo régimen amasó una inmensa fortuna, aliado al general Andrés Rodríguez, quien ejecutó el golpe de Estado que derrocó al dictador Stroessner. Riquelme, que fue presidente del Partido Colorado por muchos años y senador de la República, dueño de varios supermercados y establecimientos ganaderos, se apropió mediante subterfugios legales de unas 2.000 hectáreas, aproximadamente, que pertenecen al Estado paraguayo.





 Esta parcela fue ocupada por los campesinos sin tierras que venían solicitando al gobierno de Fernando Lugo su distribución. Un juez y una fiscala ordenaron el desalojo de los campesinos, a través del Grupo Especial de Operaciones, GEO, de la Policía Nacional, cuyos miembros de élite en su mayoría fueron entrenados en Colombia, bajo el gobierno de Uribe, para la lucha contrainsurgente.


 Sólo un sabotaje interno dentro de los cuadros de inteligencia de la Policía, con la complicidad de la Fiscalía, explica la emboscada, en la cual murieron 6 policías. No se comprende cómo policías altamente entrenados, en el marco del Plan Colombia, pudieron caer fácilmente en una supuesta trampa tendida por campesinos, como quiere hacer creer la prensa dominada por los oligarcas. Sus camaradas reaccionaron y acribillaron a los campesinos, matando a 11, quedando unos 50 heridos. Entre los policías muertos estaba el jefe del GEO, comisario Erven Lovera, hermano del teniente coronel Alcides Lovera, jefe de seguridad del presidente Lugo.


 El plan consiste en criminalizar, llevar hasta el odio extremo, a todas las organizaciones campesinas, para empujar a los campesinos a abandonar el campo para el uso exclusivo del agronegocio. Es un proceso lento, doloroso, de descampesinización del campo paraguayo, que atenta directamente contra la soberanía alimentaria, la cultura alimentaria del pueblo paraguayo, por ser los campesinos productores y recreadores ancestrales de toda la cultura guaraní.


 Tanto la Fiscalía o Ministerio Público, como el Poder Judicial y la Policía Nacional, así como diversos organismos del Estado paraguayo, están controlados mediante convenios de cooperación por USAID, la agencia de cooperación de los Estados Unidos.


 El asesinato del hermano del jefe de seguridad del presidente de la República obviamente es un mensaje directo a Fernando Lugo, cuya cabeza sería el próximo objetivo, probablemente a través de un juicio político, quien derechizó más su gobierno tratando de calmar a los oligarcas. Lo ocurrido en Curuguaty tumbó a Carlos Filizzola del Ministerio del Interior y fue nombrado en su reemplazo a Rubén Candia Amarilla, proveniente del opositor Partido Colorado, al cual Lugo lo derrotó en las urnas en el 2008, luego de 60 años de dictadura colorada, incluyendo la tiranía de Alfredo Stroessner.


 Candia fue ministro de Justicia del gobierno colorado de Nicanor Duarte (2003-2008) y se desempeñó como fiscal general del Estado por un periodo, hasta el año pasado, cuando fue reemplazado por otro colorado, Javier Díaz Verón, a instancia del propio Lugo. Candia es acusado de haber promovido la represión a dirigentes de organizaciones campesinas y de movimientos populares. Su nominación a Fiscal General del Estado en el 2005 fue aprobado por el entonces embajador de los Estados Unidos, Jhon F. Keen. Candia fue responsable de un mayor control por parte de USAID del Ministerio Público y fue acusado en los inicios de su gobierno por Fernando Lugo de conspirar en su contra para quitarlo del gobierno.


 Tras asumir como el ministro político de Lugo, lo primero que anunció Candia fue la eliminación del protocolo de diálogo con los campesinos que invaden propiedades. El mensaje es que no habrá conversación, sino simplemente la aplicación de la ley, lo que significa emplear la fuerza policial represiva sin contemplación.


 Dos días después de asumir Candia Amarilla, los miembros de la UGP, encabezado por Héctor Cristaldo, ya visitaron al flamante ministro del Interior, a quien solicitaron garantías para la realización del denominado tractorazo. Sin embargo, Cristaldo dijo que la medida de fuerza puede ser suspendida en caso de nuevas señales favorables para la UGP (léase liberación de las semillas transgénicas de Monsanto, destitución de Lovera y otros ministros, entre otras ventajas para el gran capital y los oligarcas) derechizando aun más el gobierno.


 Cristaldo es precandidato a diputado para las elecciones de 2013 por un movimiento interno del Partido Colorado, liderado por Horacio Cartes, un empresario investigado en el pasado reciente por Estados Unidos por lavado de dinero y narcotráfico, según el propio diario ABC Color, que se hizo eco de varios cables del Departamento de Estado de USA, publicado por WikiLeaks, entre ellos uno que aludía directamente a Cartes, el 15 de noviembre de 2011.


 Juicio político a Lugo


 En las últimas horas, mientras se redactaba esta crónica, la UGP, (4) algunos integrantes del Partido Colorado y los propios integrantes del Partido Liberal Radical Auténtico, PLRA, dirigido por el senador Blas Llano y aliado del gobierno, amenazan con un juicio político Fernando Lugo para destituirlo como presidente de la República del Paraguay.


 Lugo depende del humor de los colorados para seguir como presidente de la República, así como de sus aliados liberales, que ahora lo amenazan con juicio político, con seguridad buscando más espacios de poder (dinero) como prenda de paz. El Partido Colorado, aliado a otros partidos minoritarios de la oposición, tiene la mayoría necesaria como para destituir al presidente de sus funciones.


 Quizás se esperan “las señales favorables” de Lugo que la UGP - en nombre de la Monsanto, la patria financiera y los oligarcas - está exigiendo al gobierno. Caso contrario, se estaría pasando a una siguiente fase de los planes de copamiento de este gobierno que nació como progresista y lentamente va terminando como conservador, controlado por los poderes fácticos.


 Entre algunos de sus haberes, Lugo es responsable de la aprobación de la Ley Antiterrorista, propiciada por Estados Unidos en todo el mundo después del 11 S. Autorizó en 2010 la implementación de la Iniciativa Zona Norte, consistente en la instalación y despliegue de tropas y civiles norteamericanos en el norte de la Región Oriental - en las narices del Brasil - supuestamente para desarrollar actividades a favor de las comunidades campesinas.


 El Frente Guazú, coalición de las izquierdas que apoya a Lugo, no logra unificar su discurso, y sus integrantes pierden la perspectiva en el análisis del poder real, cayendo en los juegos electoralistas inmediatistas. Infiltrados por USAID, muchos integrantes del Frente Guazú que participan en la administración del Estado, sucumben ante los cantos de sirena del consumismo galopante del neoliberalismo. Se corrompen hasta los tuétanos y en la práctica se convierten en émulos vanidosos de engreídos ricos que integraban los recientes gobiernos del derechista Partido Colorado.


 Curuguaty también engloba un mensaje para la región, especialmente para Brasil, en cuya frontera se producen estos hechos sangrientos, claramente dirigidos por los amos de la guerra, cuyos teatros de operaciones se pueden observar en Irak, Libia, Afganistán y ahora Siria. Brasil está construyendo hegemonía mundial junto a Rusia, India y China, denominado BRIC. Sin embargo, Estados Unidos no ceja en su poder de persuasión al gigante de Sudamérica. Ya está en marcha el nuevo eje comercial integrado por México, Panamá, Colombia, Perú y Chile. Es un muro de contención a los deseos expansionistas del Brasil hacia el Pacífico.


 Mientras, Washington sigue con su ofensiva diplomática en Brasilia, tratando de convencer al gobierno de Dilma Rousseff a estrechar vínculos comerciales, tecnológicos y militares. Entre tanto, la IV Flota de los Estados Unidos, reactivada hace unos años después de estar fuera de


 servicio apenas culminó la Segunda Guerra Mundial, vigila todo el Atlántico Sur, en carácter de otro cerco al Brasil por si no comprendiese la persuasión diplomática.


 Y Paraguay es un país en disputa entre ambos países hegemónicos, dominado aun ampliamente por USA. Por eso lo de Curuguaty es también una pequeña señal para Brasil, en el sentido que el Paraguay puede convertirse en un polvorín que quebrantará el desarrollo del suroeste del Brasil.


 Pero por sobre todo, los muertos de Curuguaty es una señal del capital, del gran capital, del extractivismo expoliador, que asuela el Planeta y aplasta la vida en todos los rincones de la Tierra en nombre de la civilización y el desarrollo. Por fortuna, los pueblos del mundo también van dando respuestas a estas señales de la muerte, con señales de resistencia, con señales de dignidad y de respeto a todas formas de vida en el Planeta.



 


1- http://www.abc.com.py/edicion-impresa/economia/presentan-12-argumentos-para--destituir-a--lovera-411495.html


 2- Documento del Banco Mundial. Paraguay. Impuesto Inmobiliario: Herramienta clave para la descentralización fiscal y el mejor uso de la tierra. Volumen I: Informe principal. 2007.


 3- Censo Agropecuario Nacional 2008.


 4- http://www.abc.com.py/edicion-impresa/politica/productores-se-ratifican-en-juicio-politico-416196.html



 


(*) Periodista, investigador y analista. Miembro de la Sociedad de Economía Política del Paraguay, SEPPY. Autor del libro Los Herederos de Stroessner.