Un golpe de Estado es una acción desde arriba para
interrumpir un proceso político. No importa quién la realice ni los métodos que
utilice. Los golpes al estilo del que derrocó a Salvador Allende cayeron en
desuso, por el alto costo internacional que tienen.
El golpe de Estado que apartó a Fernando Lugo de la
presidencia de Paraguay se inscribe dentro de la nueva modalidad inaugurada con
el derrocamiento de Manuel Zelaya en Honduras, en junio de 2009, por la Suprema
Corte de Justicia. Es un nuevo tipo de golpe que comenzó a implementarse luego
del estrepitoso fracaso del golpe al viejo estilo contra Hugo Chávez el 12 de
abril de 2002. Cuando los sectores populares aprendieron a desbaratar el golpe
clásico, aparece esta nueva modalidad de golpe institucional.
En los últimos 20 años los únicos golpes exitosos al viejo
estilo sucedieron en Haití: en 1991 el general Raoul Cedrás derrocó a Jean
Bertrand Aristide, y en 2004 sucedió algo similar, pero con la participación de
tropas de Canadá, Francia y Estados Unidos. En 13 de los 15 casos en los que un
presidente latinoamericano no pudo terminar su mandato fue porque la presión
popular forzó la dimisión.
Lo destacable es que el método de la destitución por
organismos del Estado es idéntico en los casos en que se hace a favor y en
contra de los sectores populares. En Ecuador, Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez
fueron destituidos por el Congreso en medio de levantamientos populares. Por
eso no sirve focalizarse en las formas, sino en los procesos. El nuevo golpismo
puede repetirse en cualquier país de la región, ya que las clases dominantes
retomaron su ofensiva y se ponen al servicio de un Pentágono deseoso de
desestabilizar.
La caída de Lugo, como toda crisis política, desnuda los
cambios que se están produciendo en la región desde que Barack Obama definiera
la Nueva Estrategia de Defensa.
En primer lugar, la masacre de Curuguaty y el golpe contra
Lugo fueron posibles por la alianza entre el agronegocio, los terratenientes
propietarios de tierras malhabidas durante la dictadura de Stroessner, las
mafias del contrabando y el narcotráfico, con sus ramificaciones en los medios
de comunicación, el Estado y las iglesias. La gira regional del secretario del
Pentágono, Leon Panetta, en abril pasado, parece haber sido una señal que
activó a las derechas (La Jornada, 18/5/12).
El Pentágono tiene una larga experiencia en la aplicación de
la “doctrina del shock”, que pasa por la destrucción de naciones enteras para
reconstruirlas al servicio del capital y de la potencia hegemónica. La
decadencia de Estados Unidos hace que la única estrategia viable sea la
dominación sin hegemonía, que sólo necesita la fuerza militar; por eso la nueva
estrategia instala la violencia golpista en el centro del escenario político.
En segundo lugar, el modelo económico extractivo, asentado
en la minería a cielo abierto, los monocultivos y las megaobras de
infraestructura, fortalece a las clases dominantes y al imperio, debilita a los
sectores populares, pone en riesgo a los movimientos y las libertades
democráticas.
Los gobiernos que han optado por profundizar este modelo se
están enajenando el apoyo popular y, a la vez, están dando vida a sus propios
sepultureros, como sucedió en Paraguay, donde el crecimiento exponencial de los
cultivos de soya no hizo más que fortalecer a los usurpadores de tierras y a
los asesinos de campesinos.
En tercer lugar, el movimiento campesino de Paraguay
recorrió en medio siglo un camino del que algo podemos aprender para enfrentar
el nuevo escenario. En la década de 1960 se crearon las Ligas Agrarias,
impulsadas por las comunidades eclesiales, un impresionante movimiento de base
que cambió la historia de los de abajo. A mediados de la década de 1970 fueron
salvajemente reprimidas por el régimen de Stroessner. En 1980, sobre sus
cenizas se crea el Movimiento Campesino Paraguayo. Hasta aquí la trayectoria
habitual bajo dictaduras: organización-represión-reagrupamiento.
En la década de 1990, en democracia, el movimiento crece y
gana visibilidad, pero se fragmenta. Aun así, la lucha por la tierra se
intensifica y el movimiento irrumpe en la crisis política de 1999 por el
asesinato del vicepresidente Luis María Argaña, creando un hecho político
trascendente como el marzo paraguayo, que provocó la primera derrota de los
herederos demócratas de la dictadura. El golpista Lino Oviedo huye a Argentina
y el vicepresidente Raúl Cubas se asila en Brasil.
En 2002 la unidad de acción de todo el sector
campesino-popular en el Congreso Democrático del Pueblo, donde confluyeron 60
organizaciones, impidió la privatización de empresas estatales y frenó la
aprobación de una ley antiterrorista. Pese a las divisiones los movimientos
fueron capaces de volver ingobernable la democracia de baja intensidad y
derrotar el modelo neoliberal.
Ese escenario creado desde abajo tapizó el camino de Lugo a
la presidencia en 2008. Los movimientos más importantes –no todos– optaron por
crear partidos, o sea institutos del Estado financiados por el presupuesto,
según el feliz aserto de Adolfo Gilly (La Jornada, 27/6/12). Se profundizaron
la división y la atomización. Después de 2008 una parte de los mejores
dirigentes se convirtieron en funcionarios y se instalaron en la capital,
convencidos de que es el camino para adquirir más fuerza. Hoy, salvo
excepciones, los movimientos sufren su mayor debilidad en décadas.
Medio siglo de movimiento campesino, el principal movimiento
antisistémico del Paraguay, muestra que no hay atajos que puedan sustituir el
conflicto de clases. Que la presión internacional por sí sola no puede
modificar la relación de fuerzas. Que hay varios tipos de derrotas. Que la
derrota por represión no es tan destructiva como la institucionalización. Que
sólo podemos frenar la ofensiva del capital y del imperio en calles y plazas, y
que lo demás es un espejismo, necesario para sobrevivir, dicen algunos, pero
espejismo al fin.
Fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2012/06/29/index.php?section=opinion&article=021a1pol
No hay comentarios.:
Publicar un comentario