Omar Acha*
* Historiador. Su último libro es La nación futura. Rodolfo
Puiggrós en las encrucijadas argentinas del siglo XX. Integra el consejo editor
de Nuevo Topo. Revista de historia y pensamiento crítico. Prepara actualmente
un ensayo sobre "la nueva generación intelectual" en Argentina.
Introducción
La noción de poder popular es teórica y políticamente interesante
porque la exigencia de pensarla surge tras una historia concreta: la de las
limitaciones del socialismo obrerista y del populismo peronista.
Nuestro primer punto de partida es la crisis de la
convicción de que una situación social –la condición asalariada de la clase
obrera– se transfigura necesariamente en una política obrera. Se equivocan
quienes cuestionan a la forma partidaria leninista por considerarla la culpable
de la derrota del socialismo; en realidad el partido leninista era la expresión
rusa del verdadero problema, a saber: la creencia de que la evolución de la
conciencia de clase proletaria se hacía una sola cosa con la historia. En otras
palabras, el inconveniente consistía en creer que la política se derivaba –con
o sin mediaciones– de una posición en la sociedad. Georg Lukács escribió un
libro estupendo y quimérico intentando fundamentar la idea.
El segundo punto de partida es el agotamiento de la
construcción populista de la voluntad popular. El populismo fueuna forma
democrática de integración social de las clases populares y de refiguración de
la relación entre economía y Estado después de la crisis capitalista de 1929.
Para lograrlo los líderes populistas apelaron al nacionalismo y a cierto igualitarismo,
que para algunas vertientes de izquierda constituían –como "segunda
independencia"– el inicio de un camino que, más adelante y superando al
propio populismo, realizaría sus promesas plebeyas para transformarse en socialismo.
Las condiciones históricas de esa política ya no existen. Baste pensar en qué
fue de la promesa de "construir una burguesía nacional" que hizo el
presidente Kirchner apenas asumió su mandato.
Hoy sabemos que ninguna praxis revolucionaria realista puede
ser articulada sin una puesta en práctica de alguna forma de poder popular.
Éste es un término dialéctico, es decir, transita conflictivamente entre la
diversidad de los arraigos sociales (se es maestra de escuela, vendedor en los colectivos,
desocupado, ama de casa, poeta, cartonero, obrero industrial) y la unidad
ambigua de una designación que se dirige hacia lo cultural y lo político
colectivo. Lo que esa indicación sumaria no dice es si esos arraigos
"producen" lo colectivo. Tampoco establece si al tornarse política la
conflictividad social se transforma en algo absolutamente diferente.
El poder popular no se presenta desnudo; nunca está allí. Eso
es lo que lo distingue de la noción de soberanía popular, que es la voluntad
latente de una mayoría de la población que se impone como poder constituyente.
En cambio, el poder popular no es la expresión ideal de una mayoría. Es más
exactamente la manifestación efectiva, real, de una voluntad colectiva. Por el
contrario, la soberanía popular se funda en la opción de una serie de
individuos; es una de las formas del contrato.
El gran problema del poder popular es cómo se constituye y
qué sentido y qué efectos tiene sobre la diversidad social, qué formas de vida
democrática propugna. Un análisis superficial diría que el poder popular es lo
que "el pueblo" produce políticamente.
El "pueblo", sin embargo, no puede ser reducido a
una mera condición dada (un lugar social aparentemente con capacidad de
agrupar: por ejemplo, "los pobres" o "los oprimidos"). Por
eso la visión ingenua del pueblo, que lo da por supuesto, es peligrosa. Oculta
un proceso que no está en la superficie.
En este texto quiero distinguir entre una perspectiva populista
del poder popular y una perspectiva socialista. La primera adopta como
incuestionable que el pueblo es una entidad discernible, materializada en su
identificación política (varguismo, peronismo, nasserismo, etc.). La segunda cruza
la soberanía efectiva del pueblo con la diversidad de sus anclajes sociales.
Sin embargo, y ése es el nudo teórico que es preciso deshacer con cuidado, una
dicotomía tranquilizadora es inviable. No es posible decir que hay un concepto de
poder popular deseable y otro indeseable, como si nuestras simples afirmaciones
constituyeran una elaboración adecuada. No existe un abismo entre la apología
populista que esencializa el pueblo para imponer una hegemonía y la crítica
revolucionaria no populista que parte de una "ciencia" de la sociedad.
La mala noticia es que las nociones de pueblo y poder popular conservan,
incluso en su opción socialista, un lazo con el populismo. Estamos, desde el vamos,
en un terreno contaminado. Es así que separar radicalmente poder popular y
populismo es la forma menos útil de enfrentar la cuestión. El escaso valor de
la discusión que aquí se emprende se medirá por el éxito o el fracaso en la propuesta
de una noción de poder popular que evada al mismo tiempo el reduccionismo
social del marxismo clásico y el reduccionismo politicista de la teoría
populista.
El todo y las partes
Un filósofo marxista, Jacques Rancière, lo explica de la siguiente
manera: el pueblo es una parte que es, o pretende ser, el todo. Esa ambigüedad
está efectivamente presen te en la noción de pueblo, que implica una situación
de opresión (por parte de "la oligarquía", "los ricos", o
"los poderosos"); pero esa parte oprimida es el todo legítimo de una comunidad.
Pero a Rancière lo traiciona su ánimo "filosófico", porque lo
decisivo no es esa ambigüedad conceptual, sino la manera de construirse como
pueblo. Para que ese deseo hegemónico sea formulable de una manera creíble y exista
en la práctica real es preciso que esté articulada políticamente.
El paso de la parte al todo, que es el salto mortal de lo social
a lo político, se produce retroactivamente. Por eso Rancière nos hace una trampa:
no es que "una parte" se torne el "todo"; en realidad hay
partes, en plural. Esa "parte" que el filósofo político sugiere es ya
una especie de todo ("los explotados", "los esclavos"). Es
decir, que recién una vez que se plantean ser el todo es que las partes se
saben como partes antes separadas. Por ende, vemos que la transición debe
realizarse como una formulación retroactiva y no como una sumatoria o inducción.
La conformación de un pueblo es inseparable de una historia. No importa que esa
historia sea lejana o reciente; lo fundamental es que exista un hecho fundador.
Así, por ejemplo, pueden ser momentos fundacionales las Invasiones Inglesas de
1806-1807, cuando el pueblo armado de Buenos Aires expulsó a los
conquistadores, el 17 de octubre de 1945 en que el pueblo obrero liberó a Juan
Perón de su prisión, o el 19-20 de diciembre de 2001 cuando un pueblo en
potencia manifestó su "ya basta" al sistema político y social que
pretendía sobrevivir a su naufragio.
El poder popular supone que el pueblo es agente de su propia
experiencia, o más exactamente, que se reúne alrededor de un acuerdo que identifica
una comunidad deseable y un orden indeseable (el "que se vayan todos"
mostró esa dialéctica entre un nosotros y un ellos). Esa reunión implica una
alianza entre lo diverso; no existe una construcción popular sin alguna
práctica de alianza, porque se parte de una heterogeneidad y se construye una
comunidad imaginada. Pero también evoca los problemas de la deriva populista
que se resiste a cortar amarras con las clases dominantes (¿acaso no todos
somos pueblo?) para construir una pacífica comunidad nacional que deposita su
antagonismo en el exterior (el imperialismo, el comunismo, los inmigrantes), o
bien que se transforma en unidad mítica destructiva, como cuando el nazismo
hizo un "pueblo" en Alemania.
Ése es justamente el problema: ¿cómo pensar un poder popular
que dirima de otro modo las escisiones de la sociedad? El problema es arduo
porque hoy -en Argentina- no hay pueblo. Hay partes, existe lo social, tenemos
culturas plebeyas, pero no pueblo. El nervio del pueblo en Argentina lo
constituyó durante cuatro décadas el peronismo, y esa vía se extinguió. Su dificultad
es propia del populismo, cuya capacidad de movilización nacional tiene como
supuesto imaginario la anulación de las contradicciones sociales. Perón llamaba
a eso "la comunidad organizada". Las hondas tensiones que de todos modos
despertó no han demostrado poder cuestionar el objetivo integrador del
democratismo populista. Su función histórica progresiva consistió en instalar a
las clases subalternas como un actor relevante de la política nacional, lo que
le acarreó el odio clasista y racista de la oligarquía.
El socialismo, insisto, pretendió resolver el desafío de la democracia
de masas al designar a la clase productora en las fábricas como el sujeto
esencial que iba a destruir el capitalismo y a construir otro orden social sin
clases. Pero hacia el año 1900 estaba claro que entre la experiencia de la
explotación fabril y la política revolucionaria había una brecha antes que una
derivación inexorable. Algunos intentaron cubrir esa carencia del socialismo.
El alemán Karl Kautsky a través de un partido encaramado en el Estado y el ruso
Vladimir Lenin a través de un partido convertido en cabeza pensante del
proletariado. Sus consecuencias históricas, el reformismo parlamentarista y el
estalinismo, nos muestran que no lograron una democracia participativa de las
masas (para decirlo con benevolencia). Tras esos fracasos, la izquierda
posmoderna intentó desplazar del todo el terreno y ancló el conflicto en lo
político. De lo social se pasó a la "autonomía de lo político". El
teórico más conocido en Argentina es Ernesto Laclau, que huye del problema de
la articulación entre lo social y lo político al refugiarse en el discurso como
terreno absoluto de construcción de las identidades colectivas. La dificultad
con esa evasión es que pretende negar el problema. En lugar de proponer una
manera nueva de pensar la dialéctica entre lo social y lo político, niega la
relevancia propia de lo social y deposita todo en lo político-discursivo.
Naturalmente, eso deja totalmente irresuelto el dilema del socialismo, y Laclau
es coherente al abandonar la perspectiva de una sociedad nueva.
Pueblo e historia
El contenido mínimo de la noción de poder popular remite a
una potencia-del-pueblo, es decir, a la capacidad de un pueblo para operar
sobre algo. Ese algo es relativamente indeterminado, porque es una instancia
cuya condición de objeto puede ser el propio cuerpo del pueblo (el poder popular
como práctica de autovaloración o autotransformación), una vez que ha superado
el ser partes yuxtapuestas.
Este hacerse es lo decisivo, porque sin eso el pueblo (que no
es una cosa) se desmigaja. El contenido de poder popular sólo es comprensible
en las condiciones históricas en que se produce, en el contexto de las
relaciones de fuerza en que interviene, en el horizonte de las perspectivas
políticas que se plantea. En términos más formales: da cuenta de una historia
(como pasado asumido o sufrido), un presente (una situación política, económica
y cultural) y un futuro (observable en una expectativa estratégica).
Así las cosas, debemos ir en busca de las formas concretas de
construcción de un pueblo; en otros términos: debemos observar de qué manera
emerge en una situación histórica. A partir de una identificación real se
abrirá el espacio para seguir su drama. No ha existido una única versión de
pueblo.
Todo pueblo es producto y transformación de una historia. Es
el producto de las tendencias del pasado y es la coagulación de una nueva identificación
que resignifica ese pasado, reescribiendo la historia. La constitución del
pueblo se liga con cambios sociales de larga duración y con eventos de
subjetivación inéditos. Para acceder a esa dinámica creativa es inevitable
recurrir a la historia –puesto que todo pueblo sólo surge encuadrado en una
vida histórica– y a las prácticas actuales de existencia social. Es esencial su
evolución demográfica, la persistencia y declinación de sus mitologías, las
perspectivas de la movilidad social, etc.
No obstante, la experiencia no se agota en la historia. Por el
contrario, la historia sólo actúa eficazmente a través de sus representaciones
actuales, que son reescrituras del pasado. La memoria alude al pasado, pero es
siempre de hoy. Las identificaciones de un pueblo, esto es, las imágenes y
símbolos en que fundamenta su unidad, dependen del modo en que sea contada la
historia de su pasado.
Así por ejemplo: si se impone una historia popular de larga
duración ligada a las luchas anticoloniales o antiimperialistas, tendremos una identificación
diferente que la iniciada en 1945; y de ésta se distingue también si la comenzamos
en el Cordobazo de 1969 o en la rebelión de 2001. Cada una de estas historias
propone un tipo de alianza popular y de objetivos diferentes. En el primer
caso, el pueblo es el propio del nacionalismo, el segundo, del peronismo, el
tercero, de una izquierda mezclada de marxismo y peronismo, y el último, del
rechazo a los regímenes políticoeconómicos de las últimas décadas. Para definir
las formas actuales del poder popular, en consecuencia, debemos elaborar un
relato histórico que pueda ser compartido por las mayorías oprimidas. ¿De qué
historia se tratará? Aún no lo sabemos. Sí es claro que mientras no elaboremos
esa historia nuestras reflexiones sobre el poder popular concreto (justamente
porque es una construcción retroactiva, porque es la coagulación producida por
un relato) permanecerán en la bruma de la indefinición.
El vínculo entre
poder popular y democracia
Hablamos de poder popular como la concreción de la soberanía
popular, un principio de la política que se convierte en base de las formas del
poder de manera revolucionaria en la época moderna. Ésta no es una afirmación especulativa:
las revoluciones que hacen de bisagra entre la Edad Moderna y la Edad
Contemporánea (la inglesa de 1640, la norteamericana de 1776, la francesa de
1789, y las hispanoamericanas de principios del siglo XIX) no son otra cosa que
la eclosión en la historia de la crisis de los poderes monárquicos. Frente a la
soberanía del rey emerge la soberanía del pueblo. Por eso también se impone el
ideal democrático, que busca un nuevo origen de la legitimidad política. Su
sustento no se encuentra ya en la divinidad y sus intermediarios -el Papa o los
monarcas- sino en "el pueblo".
Sin embargo, esa aparición del principio de la soberanía popular
se dio con violentas contradicciones, y raramente se convirtió en gobierno de las
masas. De hecho, la historia argentina nos muestra que al menos hasta la
reforma electoral de 1912 (la Ley Sáenz Peña que instituyó el voto secreto y
obligatorio para los varones adultos) aquella soberanía era manipulada por las
elites de las clases dominantes. En ese momento ingresamos en la época de la democracia
de masas que, como sabemos, convivió con numerosos golpes militares. Los
problemas económicos y culturales tuvieron un rol en esta historia, pero lo
fundamental pasó por la imposibilidad de la sociedad argentina para aceptar un
ejercicio pleno de la soberanía popular. Incluso en los movimientos políticos
de índole indiscutiblemente popular como el radicalismo yrigoyenista y el
primer peronismo las formas reales del poder estuvieron mediadas por las
elites.
En el caso del peronismo, por ejemplo, desde el principio hubo
un conflicto entre las bases populares y obreras que representó el laborismo
organizado por los sindicatos luego del 17 de octubre de 1945, y las elites del
radicalismo "renovador" que Juan Domingo Perón convocó para dotar a
su movimiento de políticos profesionales. En mayo de 1946 el líder ordenó la
disolución de los partidos de la coalición que lo llevó al poder en las elecciones
de febrero y creó el Partido Único de la Revolución Nacional. La regimentación del
partido siguió exigiendo muchos esfuerzos, pero hacia 1952 el proceso de verticalización
estaba consumado. Lo mismo pasó con la burocratización de la Confederación General
del Trabajo (CGT). El peronismo no perdía con esto su carácter popular, pero sí
resignaba la posibilidad de que la soberanía popular que detentaba tuviera la
capacidad de alimentarse de la vida social concreta de las clases subalternas.
Eso sería pagado caro por las propias masas populares a mediados de 1955,
porque si Perón no estaba dispuesto a convocar al pueblo a una resistencia
armada contra el golpe militar que lo amenazaba, el pueblo había aprendido a
depositar en el conductor la soberanía y por lo tanto quedaba inerme ante la
reacción oligárquica. A veces se exageran los conatos de resistencia surgidos
en junio de 1955, pero el hecho es que se trató de acciones minoritarias y
aisladas. La dramática caída de Perón muestra los límites de un tipo concreto
de creación de poder popular.
Por eso, cuando se discute el poder popular es necesario considerar
sus formas concretas. ¿Cuáles son sus sentidos? ¿Agota su productividad política
en la identificación con un líder carismático? ¿Cómo se organiza? ¿Cuáles son
sus canales de información y deliberación? ¿Hay una delegación decisiva del
poder? Con este tipo de preguntas podemos ir más allá de la cuestión del
carácter democrático del poder popular.
Democracia y poder popular son términos emparentados. Sin
embargo, el uso equívoco que se hace de la democracia como mera forma de elección
de gobernantes a través del pluralismo de partidos exige que precisemos los
conceptos. La democracia liberal implica la igualdad formal de una ciudadanía que
mantiene plenos derechos respecto a la capacidad de elegir. Cada ciudadana/o
tiene un voto, que vale tanto como cualquier otro voto. Para que esa decisión
sea soberana es necesario que exista una diversidad de opciones para elegir y
que no existan coerciones. Pero también se elige plebiscitariamente, como
quiere el fascismo, que es una de las formas paradójicas de la democracia (en
efecto, el pueblo italiano acompañó y se entusiasmó con Benito Mussolini;
¿acaso no es esa inclinación mussoliniana la que lo hace democrático?).
El liberalismo critica acerbamente la noción inmoderada de
soberanía popular porque, señala, conduce a la tiranía. En efecto, si la
soberanía popular se hace una sola cosa a través de la voluntad popular,
excluye a la divergencia. La mayoría tiraniza a la minoría. Quienes proponen
operar con el concepto orientador de multitud siguen este argumento: el pueblo
es unitario, la multitud es múltiple, proliferante, realmente democrática. Mi
opinión es que ese atajo es despolitizante además de arbitrario.
Si hay una virtud en la noción política de poder popular es
que reconoce el antagonismo en su interior. Si el pueblo puede ser fascista o
perviven en su seno rasgos indeseables (¿cómo negar que en el pueblo hay
racismo, sexismo, homofobia, macartismo, xenofobia?), eso acontece no porque el
pueblo sea unitario (¿acaso no hay también en él solidaridad, cooperación,
rebeldía?), sino porque su realidad expresa las formas políticas, sociales,
económicas y culturales en las que se constituye.
El poder popular se manifiesta indefinido sin una vertebración
política. La cuestión es, entonces, ¿qué política? Sin responder a esa pregunta
la discusión sobre el poder popular es vaga e inoperante. Es improductivo
mentar la horizontalidad, la democracia, la autonomía, y todos esos temas que
afortunadamente están de moda en la militancia de izquierda, sin incluir un debate
efectivo sobre el horizonte político concreto del poder de que se habla. Quiero
subrayar que la definición del criterio político que permite discernir mejor el
contenido deseable del poder popular sólo es posible a través de una idea de sociedad
alternativa imaginable desde las situaciones actuales. En otras palabras, que sin
un planteo creíble de nueva sociedad construible a partir de las realidades contemporáneas
nos mantendremos en un plano puramente teórico. El tipo de poder popular
deseable debe estar en acto y al mismo tiempo debe estar reprimido. Esa
condición doble es lo que mantiene viva a la crítica de la ideología.
En estos tiempos de desencanto hay una convicción extendida
sobre las virtudes de la inmanencia: no se debe imponer nada del exterior a los
movimientos populares, a la democracia basista; los sujetos crearán sus propias
definiciones a través del ejercicio de sus potencias emancipatorias. Hay en esa
creencia mucho de idealismo universitario, autocentrado en definiciones
dogmáticas. No existe algo así como la expresión auténtica, sin mediaciones, de
un sujeto soberano. Ese es un sueño filosófico. La política aparece una vez que
sufrimos la desilusión de ese ensueño.
Es comprensible que ante esta indicación emerja la acusación
de aparatismo o vanguardismo. Si el poder popular no es intrínseco del pueblo
mismo, ¿de dónde sale? ¿Del partido lúcido y superior al "retraso de las
masas"? ¿Otra vez el argumento de las vanguardias esclarecidas? En efecto,
la noción de partido político en la izquierda pretendió superar las
dificultades de la indeterminación orientativa del "pueblo", propia
del populismo teórico. El corazón del leninismo político no es otro que ése;
los otros rasgos, como el centralismo democrático en el partido político, son
secundarios.
Si después de las experiencias del siglo XX esa solución puede
considerarse inviable, persiste la cuestión de qué relación se mantiene viva
entre la búsqueda de una construcción popular de poder y la perspectiva de una
política de las clases subalternas que encarnó el socialismo. En otras
palabras, estoy aseverando que la discusión política que completa la
elucidación de qué es el poder popular se dirime en el debate del socialismo, o
más bien, del socialismo que debemos inventar después de su fracaso.
Problemas del
socialismo
Sólo una variante del socialismo parece compatible con el concepto
de poder popular: el socialismo desde abajo. En la tradición socialista, desde
sus inicios, existió una tensión entre una idea verticalista y piramidal del
socialismo y una imagen igualitaria y popular. La primera establecía una diferencia
entre la masa inerte, atrasada ideológicamente o reaccionaria, y un vértice
esclarecido, políticamente activo y progresivo. Puesto que la dirigencia
socialista debía imponer un proyecto transformador a una población indiferente o
conservadora, se hacía necesaria una dosis de violencia, manipulación o
ilustración que tornara posibles los cambios que, al menos en teoría, beneficiarían
al conjunto de la sociedad. Esta manera de entender el socialismo está inserta en
la tradición socialista; por eso el estalinismo no fue ninguna pesadilla
externa a la política revolucionaria marxista, sino una de sus vertientes.
La segunda línea del socialismo depositaba en la clase obrera
y el pueblo la fuente del poder social. Consideraba que si la revolución no se
construía desde la base el destino no era otro que una nueva opresión. A una
dominación sucedería otra, quizá revestida de un discurso socialista, pero en
realidad igualmente opresora. En cambio, una vía socialista de índole
democrática necesitaba la autoorganización desde abajo, plebeya, que neutralizara
la burocratización, garantizara los procedimientos democráticos, y mantuviera la
vocación participativa del pueblo trabajador.
Como lo explicó Hal Draper, ambas líneas estuvieron en permanente
lucha durante los dos siglos de vida del socialismo. De allí que una historia
que reduzca esa tensión a un mero socialismo burocrático deja de lado que sus
luces y sus sombras fueron parte de la experiencia de las poblaciones en las
que tuvo lugar. Salvo en los casos en que el socialismo real se impuso militarmente
(como en los países del este europeo después de 1945), el triunfo del
socialismo desde arriba se hizo posible por la derrota de formas alternativas de
sociedad que efectivamente fueron propuestas y arriesgadas. El caso ejemplar es
el de la Unión Soviética, cuya revolución nació de los consejos (o soviets)
pero derivó en una dictadura de minorías. El tránsito no fue lógico. Hicieron
falta muchas muertes para imponer el estalinismo.
Me parece que la definición desde la izquierda de poder popular
puede alimentarse de la tradición del socialismo desde abajo, y así exceder el
ensalmo frívolo de los meros deseos sin encarnación social. De esa manera las
aspiraciones imaginarias se tornarían más concretas por la aceptación de que el
pueblo no es todo, que hay un resto incompatible con los de abajo. Así, una vez
que se va más allá de la idea de que en Argentina somos todos hermanos (con Mauricio
Macri y su burguesía parásita, Cecilia Pando y sus militares genocidas, y
Daniel Hadad y sus oligopolios mediáticos, por ejemplo) nace la política popular.
En primer lugar porque el criterio de una política popular desde
abajo introduce un corte en lo social que la noción de pueblo deja en la bruma.
¿Qué sectores constituyen el entramado social de un poder popular efectivo? El
socialismo plantea una distinción entre las clases propietarias y las clases
explotadas, a partir de un análisis de las relaciones sociales. Su condena fue
intentar derivar de allí, sin mediaciones, una política revolucionaria.
Hoy es claro que una ecuación entre clase propietaria de los
medios de producción (la burguesía) y el enemigo de los de abajo es
insuficiente porque deben incluirse además los sectores oligopólicos de la comunicación
mediática y de las formas sistemáticas de la guerra (en los Estados nacionales,
alianzas regionales o facciones terroristas transnacionales) como parte de unas
clases dominantes. El estudio de las relaciones de producción y dominación es
crucial para cualquier perspectiva de alianza popular porque no es obvio qué sectores
deben ingresar a la misma. Si bien la noción de pueblo contiene el peligro del
sueño imposible de una unidad populista con la "burguesía nacional",
no es para nada evidente que una estrategia de largo plazo excluya una alianza
de las clases y grupos subalternos con fracciones propietarias o con un Estado
productor bajo control de sus trabajadores.
La reflexión sobre un poder popular construido desde abajo
exige la definición de qué alianzas sociales son imprescindibles para otorgarle
una dirección concreta. Hay una articulación interna entre poder popular,
pueblo y lucha social. Se dirá que esa lucha podría ser denominada "lucha
de clases". El concepto de lucha de clases es fundamental, pero sin duda
no agota muchas formas de confrontación que constituyen alianzas populares. Por
ejemplo, una campaña contra la penalización del aborto puede ser una instancia
de confluencia popular, que se relaciona con el hecho de que quienes mueren
abortando son en general mujeres de las clases subalternas, pero es mucho más
que eso. Se vincula con nociones de cuerpo, sexualidad y elección vital, que
superan el análisis de clase aunque sin él serían parcialmente comprendidas.
Ante los discursos que durante dos décadas predicaron el ocaso
de la clase obrera como actor social decisivo se erige aún la inocultable
relevancia del proletariado. Es imposible imaginar el cambio social en la
Argentina contemporánea sin una politización obrera. Pero no es esa relevancia
la que mantiene viva la política del socialismo. En realidad la función del
socialismo consiste en hacer posible esa politización, una vez que ha desechado
el privilegio ontológico-político asignado a la clase obrera.
Poder popular, Estado
y sociedad política
Las nociones de poder y Estado son indisociables en la época
contemporánea. Por lo tanto, ninguna discusión sobre el poder (en este caso, el
popular) podría dejar sin discusión su vínculo con el Estado. Dado que la construcción
del poder está condicionada a sus formas (desde arriba, desde abajo, diagonal)
y a sus anclajes sociales (obrero, popular, oligárquico, burgués, militar,
mediático), su calificación es siempre polémica. Lo imposible es actuar
políticamente al margen de alguna configuración de poder. La cuestión, entonces,
no es si el poder es bueno o malo, sino cómo se construye, cuáles son sus características,
a qué objetivos obedece.
Algo similar se puede decir del Estado, que se ha
consolidado a lo largo de los siglos, a punto tal que hay teorías "weberianas"
que entienden la historia como un proceso de concentración de poder en el
Estado. Es claro que el Estado se inclina a monopolizar el poder y esa
acumulación se hace a costa de ciertos sectores sociales. Por ejemplo en
Argentina, cuando después de 1880 el Estado se apropió del registro de nacimientos
y defunciones lo hizo desplazando a la Iglesia católica; o cuando determinó la
concesión de autorizaciones del ejercicio de la medicina, puso fuera de la ley
a curanderos y manosantas, en general de las clases populares. Por el contrario,
el Estado puede contribuir a prácticas de resistencia de abajo siempre que ocurran
dentro del marco del orden establecido. Es el caso, por ejemplo, de la
legislación que protege a las comisiones internas en los lugares de trabajo. Se
trata de una forma de integración del conflicto capital-trabajo, pero que
reconoce y potencia la unificación de la voluntad obrera. En síntesis, el
Estado no es una institución intrínsecamente antagónica con el poder popular.
Es, sí, un peligro permanente porque su tendencia a fortalecerse implica un debilitamiento
de la sociedad civil y política.
La reflexión sobre política popular es incompleta sin una consideración
de la relación con el Estado. No se trata de naturalizar su existencia, pero
tampoco hacer caso omiso de su presencia, como si una voluntad anarquista hiciera
desaparecer su relevancia social.
Es en este momento que emerge con toda su fuerza la apelación
al horizonte socialista propuesto, porque la lógica estatal con la que puede
articularse el poder popular es lo que nos permite ver que también en él se
reproduce la misma tensión entre las dos direcciones vistas en el socialismo. Hay
un poder popular desde arriba, cuya historia conocida es la del populismo, sea
que se identificara con el Estado o con un líder carismático. Es sabido que ese
sentido tenía sus complejidades, que exagerándolas dieron pie a las esperanzas
de una subversión interna de la alianza populista que la tornara popular,
radicalizándola en una vía revolucionaria. En esa esperanza latía la otra
tendencia del poder popular, que es la construcción desde abajo.
Si me parece necesario no facilitar la cuestión escindiendo populismo
y poder popular es porque la experiencia histórica muestra que los regímenes de
aquella índole, al invocar al pueblo, habilitan a veces sin quererlo la
autoorganización en las bases de lo social. Hace un tiempo hice un breve
trabajo sobre qué sucedió con esa zona de la realidad en la década del primer
peronismo. En contraste con las representaciones historiográficas que plantean
una realidad social peronista totalizada en Perón y el Estado peronista, descubrí
un mundo de asociacionismo, territorializado o nacional, múltiple y
proliferante. Sin dudas, esa red de instituciones de diverso tipo no estaban
tensionadas hacia una subversión de la realidad. Por el contrario, tendían a
mejorarla. Pero lo importante es que existía, que la enunciación popular era
compatible con el populismo. Para entenderlo me pareció necesario exceder a la
distinción liberal (y marxista clásica) entre sociedad civil y Estado. Debí
añadir la noción gramsciana de sociedad política que reelaboraron algunos
teóricos de la India, que identifica una productividad entre civil y política
en el seno de las localidades y sociabilidades aparentemente apolíticas, como
parte de una dinámica de coagulación de nuevas formas de poder. Ahí existía un
poder que el peronismo institucionalizado no pudo utilizar y que terminó osificándose.
Pero luego de 1955 constituyeron uno de los corazones de la resistencia
peronista que, como se sabe, tuvo en las sociedades de fomento, clubes de
fútbol barriales y una miríada de institucionales locales asientos tan relevantes
como los grupos sindicales en proceso de reorganización. Creo que la
investigación de qué bases en la sociedad política tuvo la época 1969-1976 nos
tiene reservadas grandes sorpresas para nuestra idea de la historia popular argentina.
Como sea, el populismo es articulable con el poder popular. Pero es también, desde
luego, un peligro de manipulación de eso que no puede controlar absolutamente.
La cuestión reside en qué polo va a prevalecer en la
construcción de una fórmula política plebeya: si la aspiración a buscar una
garantía superior que reemplace la propia obra de las clases subalternas, o si
lo hará una diversidad participativa que mantenga la soberanía desde abajo.
Este criterio es útil para analizar las realidades políticas
sudamericanas de hoy. Es cierto que se puede considerar los objetivos
manifiestos de los gobiernos "progresistas" del Cono Sur, ante lo que
es posible plantear diversas posiciones. Pero es interesante observar que el
contenido de sus políticas es indisociable de la forma de las mismas.
En Argentina y Brasil los programas "progresistas"
de Néstor Kirchner y Luiz Inácio Lula Da Silva están plenamente concebidos en una
lógica que baja desde el Estado. En el caso argentino, su
"progresismo" tan vilipendiado por la derecha tiene como condición de
posibilidad la desmovilización de la sociedad. En Brasil la situación se hace más
complicada por la existencia de un movimiento campesino con potencialidad de
una política independiente. El gobierno del Partido de los Trabajadores (PT)
carece de interés por la construcción de un poder popular, que afectaría negativamente
a la "gobernabilidad" y provocaría la fuga de capitales.
En Bolivia y Venezuela la situación es muy distinta. El gobierno
de Evo Morales, porque proviene de una prolongada lucha popular que condiciona
las acciones del gobierno, sabe que en la movilización de las mayorías
populares reside su último reaseguro contra el embate furioso de la derecha y
los grandes capitales. El gobierno de Hugo Chávez tiene un perfil muy
diferente. Acosado por la oposición, conserva la herencia política de haber
sido liberado por una amplia movilización popular y el respiro económico que le
otorgan las reservas petroleras. La revolución bolivariana se decide por la
manera en que pueda articular la voluntad concentrada en Chávez y el Estado con
la movilización del pueblo, con instituciones surgidas desde el llano social,
que constituyen la última carta que puede detener la conspiración opositora.
¿Cuál es la lógica de vinculación entre Chávez, el Estado y el poder popular y
la sociedad política? Esa pregunta concentra buena parte de los dilemas de la relación
inevitable entre poder popular y Estado.
Conclusiones
La elaboración de una noción políticamente útil de poder popular
debe ser distinguida de la teoría populista. Ésta no puede ir más allá de una
definición teórica del populismo en general. Ése es el límite de la obra de
Ernesto Laclau, que nos presenta desde el terreno propiamente discursivo una hábil
crítica del imaginario marxista de la construcción de las identidades colectivas.
El esquema del populismo así articulado se desliga de los anclajes sociales de
los diversos sujetos que ingresan al sistema de las "equivalencias",
derivando en una alianza populista, o en otras palabras, en "el pueblo".
Por eso el enfoque estructural de Laclau no nos provee de referencias políticas
adecuadas para pensar una construcción de poder popular desde abajo, ni para
discriminar un populismo de derecha de otro de izquierda. En definitiva, no nos
sirve más que para prevenirnos de los esencialismos que quieren hacer de un
núcleo social (por ejemplo, la clase obrera industrial) la fuerza estratégica
privilegiada de la práctica revolucionaria. Ese servicio es importante, pero
hay que decir que elude el esfuerzo teórico crucial, que consiste en construir
una diagonal entre la teoría socialista y la práctica concreta de formación de
una alianza popular.
En otras palabras, el desafío verdadero consiste en saber si
podemos pensar una teoría del poder popular desde abajo que se alimente de las
formas actuales, reales, de la vida de las clases subalternas. No para deducir
de esa vida al pueblo –pues es ya evidente que de lo social no se transita directamente
a lo político– sino para establecer para un período histórico y un contexto
económico-político determinado (América Latina a principios del siglo XXI) un
entendimiento de las condiciones y posibilidades de una alianza popular desde
abajo.
En Argentina, la discusión de la izquierda sobre el poder popular
tiene un capítulo inevitable. Es totalmente superficial mentar lo popular sin
hacer un balance de la experiencia peronista. Aquí sólo podré ofrecer una
indicación sumaria al respecto, pero sin ella mi argumentación sería incompleta
(ya señalé que la crítica de las experiencias del socialismo es igualmente
imprescindible).
¿Estamos hoy, en los diversos planos de la experiencia política
y social, en el mismo entramado real que el prevaleciente en el siglo XX? En
otros términos: ¿la historia de lo popular seguida a través del drama del
"pueblo peronista" perdura como matriz de inteligibilidad del pueblo?
De ninguna manera: el peronismo ya no es el norte cultural de una (posible)
alianza popular en Argentina. Las proyecciones históricas de nuestro pasado,
por lo tanto, necesitan ser elaboradas y superadas en nuevas fórmulas, en otros
recipientes. No tanto para negar el pasado sino para abrir el espacio simbólico
de nuevas y operativas identificaciones. La discusión sobre el peronismo, es
decir, sobre lo que hizo pueblo en la Argentina del siglo XX, es quizás el tema
decisivo de ese relato histórico que nos debemos. Pero no creamos que la
historia nos proveerá de lecciones irrefutables sobre qué hacer en estos años y
décadas de nuestra militancia por venir.
Hagamos de una vez el duelo del socialismo y el populismo tal
como existieron en el siglo XX. Simbolicemos sus fracasos para recuperar sus promesas
plebeyas. Lo importante para la política no es la defensa de una identidad (eso
es el dogmatismo), sino la práctica de la revolución popular y desde abajo. El
olvido es saludable cuando integra lo olvidado en una actitud constructiva,
plena de amor por la vida. Pasemos de nuestras identificaciones imaginarias y cristalizadas
a una conversación política que las movilice y negocie, y arriesguemos una
subjetividad nueva. Quizás así podamos retomar críticamente la lucha de
nuestros antepasados y redimir el recuerdo de sus entusiasmos derrotados en una
acción que sea nuestra.
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