Ricardo Jimenez
“Mis palabras no tienen amargura sino decepción. Que sean
ellas un castigo moral para quienes han traicionado su juramento… Colocado en
un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad al pueblo. Seguramente
radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a
ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes”
Salvador Allende,
último mensaje, 11 de septiembre de 1973
Era un intelectual acabado pero que prefería el activismo
político, gustaba de la vida y los placeres mundanos, le decían el ‘pije’
cariñosamente porque gustaba de vestir muy bien, pero su abnegación por los
sectores más pobres y su sentido de justicia era de una militancia sin límites
que le gustaba vivir en los hechos, sencillamente, sin arrogancias ni
vanidades.
Aunque disfrutaba el debate político y la sólida
argumentación, creía mucho más en la unidad de los sectores progresistas y de
izquierda que en los sectarismos brillantes. “Cuando yo era joven, a mí me
expulsaron de un grupo universitario que se llamaba Avance”, contaba el mismo
en sus intervenciones públicas, “porque decían que no era suficientemente
revolucionario. Ellos, los que me expulsaron, se hicieron latifundistas, los
expropiamos con la reforma agraria, eran dueños de acciones en la bolsa,
también se las nacionalizamos, y a mí los trabajadores de mi patria me llaman
el compañero Presidente”.
Su sentido del honor de la palabra empeñada era extremo,
casi caballeresco medieval. En más de una ocasión, desafió a duelo a quienes lo
ofendían, ninguno se atrevió a aceptar el desafío. En 1959, el Che Guevara le
obsequió en La Habana el segundo ejemplar de su libro “Guerra de guerrillas”
(el primero fue para Fidel). El Che, que era del mismo carácter que Allende,
médico también, y que sabía bien a Allende empeñado en la vía revolucionaria
electoral para Chile, mientras él buscaba la armada, le dijo: “yo sé bien quién
es usted, hablemos con confianza”. Con la capacidad que el Che tenía para
calificar a las personas, en la dedicatoria de su libro le escribió: “A
Salvador Allende, que por otros medios, tratar de obtener lo mismo”.
Esa palabra empeñada con el guerrillero heroico lo llevó
años después, en 1968, tras la muerte del Che, y siendo congresista y
Presidente del Senado de Chile, a trasladar personalmente en avión a los
sobrevivientes de la guerrilla boliviana a lugar seguro, para elevar con su
propia persona el costo político de un atentado que según se decía haría la CIA
norteamericana contra los guerrilleros. Los compañeros del Che agregaron sus
saludos agradecidos al lado del de su comandante en aquel mismo libro
obsequiado años antes.
Esa palabra empeñada le valió ser el factor más potente de
unidad histórica de la izquierda y los sectores progresistas chilenos, lo que
popular y cariñosamente se llamaba “la muñeca” de Allende. Unidad Popular que
gestó ese proceso revolucionario para el cual él había reclamado carácter
inédito, creador, siguiendo a Bolívar, al que admiraba públicamente a pesar de
ser marxista y para molestia de muchos de sus compañeros más ortodoxos. “La vía
chilena al socialismo, con empanadas y vino tinto” era la frase con que había
logrado prácticamente patentar esa revolución por vías democráticas burguesas,
electorales, para la cual el pueblo chileno había tardado casi un siglo en
formar y acumular los miles de cuadros y organizaciones que le dinamizaban.
Y esa palabra empeñada fue también parte de las debilidades
de ese proceso. Por ella, hizo concesiones, tal vez demasiadas, a una
democracia formal que había jurado respetar mientras otros no la rompieran, y
así lo cumplió. Como lo había comprometido, no tomó medidas para armar al
pueblo mientras la democracia se mantuvo formalmente, y eso facilitó
objetivamente el zarpazo imperial y de sus lacayos.
Pero fue el primero en tomar las armas y dar su vida en la
defensa de esa democracia y esa revolución cuando los golpistas la aplastaron.
Tenía 65 años de edad y no era soldado sino médico y Presidente.
“Ustedes harán lo que tanto han vociferado, yo tengo muy
claro lo que me toca hacer”, respondió a “líderes” izquierdistas conocidos por
sus discursos radicales que llegaban espantados de miedo a preguntarle qué
hacer ante el golpe. A los militares vende patrias que se presentaron a
ofrecerle rendición con exilio dorado y argumentos de realismo político, les
respondió secamente: “¡El Presidente de Chile no se rinde, mierdas!”
Con su ya legendario Grupo de Amigos Personales – GAP de
seguridad, una veintena de muchachos resueltos armados de decoro y
ametralladoras, detuvo a fuerzas blindadas, de infantería y aéreas por casi 5
horas. “Porque el hombre de la paz era una fortaleza”, explicó el poeta
uruguayo universal Mario Benedetti.
En medio de los combates, con el aire ya casi irrespirable y
la casa de gobierno destruida y en llamas, su médico personal logra encontrarlo
disparando por una ventana y lo toma por los pies para llevarlo a lugar más
seguro. “Suéltame, conchatumadre”, le grita el Presidente, creyendo que se
trataba de soldados golpistas que habían logrado ingresar a la Moneda. Cuando
le reconoce, le dice con total serenidad: “No ves, Luchito, que esto era más
grave de lo que creías esta mañana”.
Ya sin parque para las ametralladoras, Allende se despide de
sus compañeros sobrevivientes y les ordena entregarse para no morir quemados en
las ruinas del edificio, señalándoles que han cumplido con creces su juramento
a la Patria.
Él guarda los últimos tiros para suicidarse y no caer en
manos de los militares felones, a los que desprecia, entre ellos Pinochet,
quien sólo hace algunas semanas le juró lealtad y por quién Allende, sin
saberlo entre los golpistas, muestra preocupación y dolor creyéndolo entre los
caídos por el golpe. La grandeza de uno es la medida de la bajeza del otro. El
que traiciona a su pueblo para defender los intereses de los poderosos. Y el
que regala a su Patria la luz profética de su palabra empeñada.
En sus últimas palabras profetizó que su voz no sería
acallada y que lo seguiríamos oyendo, y contínua cumpliendonos con su plabara.
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